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Para verte en silencio
FEDERICO DE LA VEGA
El ángel y el pegaso
FRANCISCO JOSÉ CRUZ GONZÁLEZ
Me acuesto con mi ego, bien a solas
DANTE MEDINA
Fuego a la carta
JESÚS VICENTE GARCÍA
Miniserie Scherezada
JAIRO ISRAEL MORENO
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Francisco José Cruz González
El ángel y el pegaso
A Donata Krystecka
Estaba sentenciado. Era el final y debía partir. Tenía derecho a llevarse su equipaje pero no a volver la cara. No podía llevarse los recuerdos: fotos, cartas. Tampoco direcciones y teléfonos. ¡Prohibido escribir a quienes dejaba!, ¡no telefonear! Nada de imágenes de vírgenes y santos. Nada de breviarios. Sólo se le permitía –se le ordenaba– llevar consigo la efigie de san Aldous Huxley, patrono del mundo feliz que le tocaba vivir.
El se había conformado. La pensión que le tocaba era generosa y las prestaciones en el mundo de los jubilados atractivas. Viajes culturales, playas, fiestas y bailes –tranquilos– con sus contemporáneos. Y todo a mitad de precio, ¡o gratis!
Cuando asimiló la sentencia entendió que el rico, apasionado abanico de sus aventuras, debía pasar de la realidad a los cuentos. ¡Todo un lujo, un placer, casi sexual, escribirlos! Inventar historias y detalles. "Hacer el amor" con la palabra, a la palabra, con la escritura. Y así lo hizo, escribió.
A decir verdad, estaba conforme pero nada entusiasmado con su futuro. Después del primer golpe, de pensar que ya no podría ver a sus amores, que tenía que renunciar a sus amores. A su vida "gitana". Después de gritar, desesperarse, llorar, entrar al oscuro túnel de la depresión, un día se resignó. Pero nada más.
Esperaba el día –próximo– en que debía embarcar al exilio permanente y se tomó la libertad, ¿prohibida?, de recordar que muchos años antes un portugués corta cabezas de negros en Angola, le dijo que "la nostalgia es la última piedra del puerto".
Entonces fue cuando ella apareció. Joven, esbelta, de largas piernas y grácil cuello. Toda armonía con su rostro inteligente, enérgico, dulce, perfecto. Azules bellos ojos que miraban con dulzura y picardía. La cabellera que era roja y rubia al viento, como las alas de un pegaso.
Ella le sonrió. Hablaron. El desenterró las palabras peligrosas. Ella se las prohibió. Pero él tramposamente las metió de contrabando en la conversación. Y sintió cómo hacían mella en el ángel pegaso. Y entonces quiso tocarla, besarla, poseerla.
Entonces también fue cuando vino la tragedia. Él se rehusó a embarcar, los guardias del reino cumplieron puntual y brutalmente su misión y la cabeza de él, cortada de un tajo, cayó en el pavimento.
Lo que no se sabe es si el pegaso recogió la cabeza de su casual enamorado.
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