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Dante Medina
Me acuesto con mi ego, bien a solas
Cuando yo como, me duele el ego. Y no me deja dormir, pesadilloso. Salen por la noche, de sus cuevas, los platos llenos de comida, los pasteles de boda, los peroles de carnitas, las ollas de menudo, marchando las enchiladas, el pozole con voz de puerco, a torturarme.
Y yo no tengo nadita de hambre. Me asquea toda esa comida, y vomito en el sueño. Mi boca es amarga, y apesta. Deseo, con las ganas todas que me han abandonado, un ancla para que no me levante el viento, pero el ancla soy yo, peso como un barco, soy una gorda fenómeno, no puedo separar del piso un pie, me atasco en un lodo compuesto por carne y sangre de las vacas que me he comido en mi vida, en los pollos, en los frijoles, en los tacos, las palomitas, los chiles jalapeños, y las gelatinas... apesta mi cama, soy una cochina asquerosísima.
Me vomito de verdad, amanezco con el colchón hecho un chiquero: en el pleito dormida contra los alimentos, me defiendo a escupitajos, agua de lágrimas, babeo, y mi amanecer orinado es un miasma de lo desagradable que soy interiormente. Despeinada como una diabla, me incorporo, y veo a mi ego echado sobre la alfombra, mirándome con sus ojos más tristes, como diciéndome, tiernamente, que no tengo remedio.
Necesito dos o tres horas para quitarme la pestilencia. Mi madre dice que soy floja, que salgo tardísimo de mi habitación. ¡Si ella supiera lo que cuesta sacudirse de encima del cuerpo ese tropel de olores a fritura, a fonda, a mercado de antojitos! ¡Sacar de mi cuarto, a golpe de aerosoles, inciensos, velas perfumadas, al ejército de las apestosuras, es una tarea que demanda tiempo, dedicación, meticulosidad!
Por eso no podré ya nunca regresar a la escuela. Ni trabajar. No sé qué día, cuántos días, cuál noche, le dará ese cólico terrible, ese dolor de vísceras entero, esa migraña del estómago y la tráquea, a mi cuerpo, a mi cuerpecito que cada amanecer parece más alma porque carne ya casi no tiene. Algo alivia a mi ego que me digan "qué bonita estás, qué delgadita, qué esbeltita", pero luego lo apuñalan por la espalda porque oigo en todos esos "ita, ita, ita", un desdén, un menosprecio, y una preocupación, que tira a decir "qué desmejoradita".
Para evitarme la serie de torturas, pesadillas, sobresaltos de condenada y epiléptica, los dolores y gritos físicos que mi paranoico ego da en medio de la noche desde adentro de mí, he decidido no volver a comer. No solamente, como pudiera deducirse, estos ataques son una consecuencia de la cena: con la más insignificante comida me pasa lo mismo. Mi ego sólo tolera el agua. Con una pizca de azúcar. Eso tomo. Mejor dicho: eso como.
Y así me siento bien. Duermo excelentemente. Sueño que floto. Que soy una nube. Ligera y etérea, sin agitar las alas, voy en el aire con el peso de un colibrí. La boca me sabe a flor. Ya no vomito. Duermo como si estuviera en la muerte. Y me levanto limpia, purificada, tengo un aliento a miel. Mi madre me dice que si no como algo, un día ya no me voy a despertar, de débil que me veo, y yo le respondo que prefiero esta ligereza de ahora a la porquería de antes.
Que por qué soy así, dice mi madre.
No le puedo contestar que es por culpa de mi ego, porque él ya me prohibió que hablara con la gente.
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