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Javier Sicilia
La pérdida de la lengua y del sentido
Una de las características del mundo de hoy es la igualación de todo. Democrático hasta el borramiento de cualquier frontera, temeroso del menor asomo jerárquico hasta borrar –paradoja del igualitarismo– cualquier diferencia, nuestra época tiene el rostro del nihilismo. Una de sus evidencias la podemos encontrar en la lengua. Unificada por los Estados, que hicieron de ciertas lenguas vernáculas las grandes rivales del latín de la Iglesia –el primero en hacerlo fue Nebrija, que convirtió el español de Castilla, el habla de la reina Isabel, en la lengua "democrática" del imperio–; enseñada en las escuelas a partir de la Ilustración, como el distintivo de lo nacional y roída por los medios de comunicación y por el igualitarismo, la lengua ha ido sufriendo un terrible vaciamiento de sentido.
Al principio de la era democrática, en el Siglo de las Luces –que al privilegiar una sola forma de lo vernáculo, segregó, con el mismo gesto imperial que quería combatir, las mil otras formas de las hablas y de las autonomías comunitarias–, la lengua era la manera de ser iluminado mediante el estudio. Para el siglo que fincaba los nacionalismos y se abría a la democracia, el hombre no nace autónomo, se vuelve autónomo a través de la educación obligatoria y de la enseñanza de una lengua que ilumina el saber.
Sin embargo, con el afianzamiento de las democracias –y la exaltación del individuo– la fórmula se fue invirtiendo: no es el niño quien tiene necesidad del futuro, es más bien el futuro quien tiene necesidad del niño. Lentamente la idea de que la autonomía es una realidad que hay que conquistar mediante la educación y el aprendizaje de una lengua se fue desalojando para convertirse en algo ya dado en el individuo, una realidad en sí que hay que respetar. Si antes la autonomía, mediante el ejercicio de la introyección de los significados de la lengua, era el objeto mismo de la formación, poco a poco se fue convirtiendo en la calidad del nacimiento de cada sujeto. En el Siglo de las Luces se pensaba que se necesitaba ser iluminado para ser libre; en el siglo de la deidad democrática y de los derechos, ser iluminado es tratar a cualquier individuo, no importa su edad, como un hombre completo.
Foto: Raśl Anguiano /Archivo La Jornada |
Anteriormente, en la escuela, era necesario pasar por los poetas para aprender a mirar y expresarse. Son, decía Alain rememorando un aprendizaje que se remontaba a los tiempos en que aún no había escuela, "los únicos que conocen las lenguas", los únicos que poseen los significados de una cultura. Hoy en día esto parece estúpido e insultante. Si todos poseemos la lengua y hablamos, para qué necesitamos a los poetas; todos tenemos el derecho de decir y de ser escuchados con la misma autoridad. Frente a este democratismo, la lengua ya no posee los significados del mundo; se convierte en una pura moneda de cambio. López Velarde y Adal Ramones, en el orden de un igualitarismo sin límites, son intercambiables. La memoria y la herencia pueden borrarse. Lo único que importa es la expresión y el derecho a decirse y ser escuchado con la misma autoridad que antiguamente tenían los poetas y los sabios. Con ello, la transmisión de la lengua, como un conjunto de significados que hay que abrir a formas más profundas del sentido, deja de existir. En el centro del cuadrante de la técnica y de la democracia, la autoridad se niega en nombre de la comunicación viva, de la autenticidad, de la afirmación de cada uno en su propia manera de manir la lengua –de ahí el desprecio de muchos jóvenes poetas por las formas del pasado. En lugar de pasar por los grandes autores, hoy en día se aprende la lengua mediante fórmulas que emanan del televisor y de la publicidad. Es más fácil encontrar la palabra "política", que pocos saben qué quiere decir, que "prosodia", y no son ni Pellicer ni Paz, a quienes hay que leer para saber que significa vivir en el bien común. El genio de la lengua va desapareciendo en nombre de una libertad igualitaria para dejar paso sólo a los puros actos de comunicación –los medios mandan– tan individualistas y vacíos como cualquier nihilismo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la appo, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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