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Ensayo sobre la inmovilidad
En Kafka, por una literatura menor, Gilles Deleuze y Félix Guattari nos advirtieron que con la obra del abogado de Praga no nos fue legada sólo una literatura fundacional, sino "un rizoma, una madriguera"; un universo discursivo que opone a la jerarquización vertical y arbórea del conocimiento un sistema que, imitando la forma de ciertos tallos y tubérculos, otorga posibilidades de significación e incidencia a cualquier elemento de su propia estructura, sin demasiada consideración de su posición dentro del conjunto. Menor y desterritorializado, político e inmediato, el rizoma kafkiano reconfigura, irónico y subversivo, el rostro de un autor desplazado por los demasiados prejuicios, clichés y obstinaciones de sus propios exegetas.
La tentativa de reescritura escénica con que el joven teatrista Alberto Villarreal pretende inmiscuir su voz en la polifonía que circunda la literatura de Kafka se presume, al menos, inspirada en esta idea de lo rizomático; la ilación estructural de su Ensayo sobre la inmovilidad rehuye la sistematización vertical del sentido y ofrece, en cambio, un conjunto de signos dispersos que delegan en el espectador la oportunidad de construirlo ulteriormente.
Así, se faculta a un elenco copioso y dispar (María Luna, Soraya Barraza, Ariana Nava, Rodolfo Nevarez, Rubén Olivares, Maricela Peñalosa y Daniel Rivera) para incorporar personajes y episodios enteros de La metamorfosis, y a intentar la elaboración de un relato metateatral (enmarcado en una autorreferencia permanente al propio objeto de ficción, con alusiones constantes a que lo que presenciamos es una representación) en el que se entremezclan, sin asomo alguno de subordinación, estampas que pretenden enfatizar la posible relación de la ficción kafkiana con nuestra inmediatez a través de un estudio de las nociones de movimiento y parálisis. No se trata en definitiva de sumarse a la acumulación de analogías que dictan que ciertos patrones de nuestra conducta nacional (en tanto que surrealista y contradictoria) pueden inscribirse dentro de lo "kafkiano", esa abstracción categórica que fabricó un adjetivo de un apellido. Por el contrario, Villarreal y su equipo creativo (cuya poética de trabajo se ciñe a las condiciones propias de un laboratorio escénico) se concentran en señalar los vaivenes emocionales de una nación: del patetismo a la euforia, del ridículo en público a la introspección más densa e infructuosa. De esta manera, no debería extrañarnos que un par de hermanas se paseen por el espacio con una bandera tricolor o una edición comentada del Kama Sutra, o que una actriz bañada en sudor haga lisping de un corrido que refiere las muchas virtudes de las poblaciones del norte de Guerrero. Pero el caso es que sí nos extrañan, y debemos atribuir la disonancia a un rasgo toral del diseño de dirección: un énfasis en que lo que vemos (lo que acontece a los actores, la manera en que se relacionan con su estar siendo en escena) es mucho menos importante que la forma en que se nos presenta. Entonces, la línea que delimita la pedantería del naïf se difumina hasta niveles peligrosos, y debemos encarar que durante la representación sobrevuele la idea de que Villarreal, ante todo, busca cuestionar nuestro "aburguesamiento" y/o pasividad como espectadores, lo que lo vincularía a teatralidades superadas hace treinta años, o que la estridencia y la imprecisión triunfen sobre el dominio esencial de la técnica. Cabe señalar que el grupo actoral bajo el comando de Villarreal consigue pasajes lúcidos y emotivos, casi siempre cuando algunos de sus componentes se involucran en la ficción a través de una clave de contención, problematizando la enunciación del texto sin avasallarlo con la sobreexposición de los intérpretes. No obstante, esa sensación de arrogancia que acompaña la escenificación en general podría habilitarnos para pensar, más allá de ese puñado de escenas destacadas, que en alguna parte del proceso se ha confundido lo rizomático con la dispersión, y el distanciamiento con la simulación.
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