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Escasas fueron en periódicos del 1o. de mayo de 2007 las alusiones al centenario del natalicio de Andrés Iduarte. La ausencia es doblemente lamentable, pues si alguna vocación lo caracteriza es la de ser explorador y reivindicador de la memoria, y porque se sentía orgulloso de que su nacimiento hubiera tenido lugar la fecha en que los trabajadores de todo el mundo conmemoran su día. En sus palabras: "Yo nací en San Juan Bautista de Tabasco el primero de mayo de 1907. Aunque no creo en horóscopos, no puedo negar que la fecha me gusta: el Día de los Trabajadores y de los trovadores provenzales, de las flores del gay saber de Tolosa y Barcelona, es un día bueno para venir al mundo."
Como homenaje a quien dedicó la mejor parte de su escritura a la recuperación y consagración del tiempo, a rescatarlo para no perderlo, marquemos algunos de los sucesos que con él tuvieron origen. El año en que nace Andrés Iduarte, se firma el tratado de San Petersburgo, que prepara el escenario para la primera guerra mundial. Es el año en que Pablo Picasso pinta Las señoritas de Avignon, Maria Montessori da principio a su sistema de autoenseñanza para niños y en Inglaterra Baden-Powell establece el primer campamento para boy scouts. En los periódicos de México aún aparecían noticias del combate de flores y el desfile de carros alegóricos que había tenido lugar la semana anterior. El Imparcial daba noticia de que "México es una capital culta y que goza de calma y holgura". El niño Andrés Iduarte nace en medio de dos siglos y dos mundos, cuando en su país el sólido gobierno de Porfirio Díaz está a punto de convertirse en majestad caída y la Revolución transforma desde estructuras políticas hasta hábitos cotidianos.
Cuando tenemos veinte años el mundo tiene veinte años, escribió Andrés Iduarte recordando a Goethe. El mexicano invocaba a alguien que supo vivir con lucidez y lealtad cada una de sus diferentes y fecundas etapas. Andrés Iduarte vivió setenta y siete años, entre 1907 y 1984. Sus pasiones son contadas y, por lo tanto, intensas y definitivas: Tabasco, el país llamado infancia, la Escuela Nacional Preparatoria, América Latina como espacio propicio para todas las transformaciones. Hace unos meses, en este propio Palacio de Bellas Artes celebramos el siglo de existencia de otro Andrés, Henestrosa, amigo de Iduarte y, como él, testigo y actor de algunas de las mejores batallas de México. Desde que leí por primera vez a Andrés Iduarte me gustó imaginarlo con "el laurel invisible de ser joven", según escribió Pellicer. Sus mejores páginas están dedicadas a buscar los mensajes del niño y el adolescente que establecieron lo más sólido de su ser. "El niño es el padre del hombre" reza la frase de William Wordsworth. Sin embargo, antes de la aparición de la historia oral es imposible contar con testimonios infantiles. Muy escasos son si consideramos que la expresión de ese universo tiene apenas poco más de dos siglos, y que se trata siempre de la experiencia infantil narrada por el adulto. Para utilizar otra expresión, también acuñada por Wordsworth, si "la poesía es emoción recordada en tranquilidad", se requiere de una habilidad especial para establecer un diálogo con el niño que sigue latiendo en el ser adulto: así sucede con las Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto, con los fragmentos infantiles incluidos en Tiempo de arena de Jaime Torres Bodet o Ulises criollo de José Vasconcelos, o con el rescate autobiográfico y ficticio que José Emilio Pacheco logra en los cuentos des libros El principio del placer y El viento distante.
Un niño en la Revolución mexicana, aparecido por primera vez en 1951 en la serie Temas Mexicanos de la Editorial Ruta, es un libro único en la historia de la literatura mexicana. Bastaría que Andrés Iduarte sólo hubiera publicado esa pequeña gran obra para otorgarle un sitio de honor. Dentro de él hay fragmentos y capítulos memorables, como aquel titulado, llanamente, "Mi padre", hermano y contraparte, en más de un sentido, del célebre Retrato de mi madre de Andrés Henestrosa: la evocación personal transformada en memoria colectiva, la reconstrucción de la infancia donde se establecen las bases del amor y la cólera que en el futuro seremos.
Foto cortesía de la Fototeca de la CNL/INBA/CONACULTA |
Con poderosa fuerza evocativa, contundencia de prosa castigada y depurada, Iduarte entreteje sus sensaciones íntimas con el descubrimiento de un mundo que cambiaba en forma acelerada: el encuentro con un grupo de revolucionarios en una panga o el ahogamiento de un pollo en el pozo de su casa lo marcan con la misma fuerza que lo hacen sus lecturas o el descubrimiento de su sensualidad. Se sabía hijo de Tabasco, una tierra, escribe, "que mucho tiene de Esparta, con nombres griegos y alma africana: Sófocles Pérez, Esquilo Ramírez, Eurípides Guardiola." La parte final de su libro está dedicada al traslado de la familia a la capital. Otra vez manifiesta su poderosa fuerza sintética y evocadora para pintar, con pocas pero precisas palabras, "el trueque de la vida pintoresca y radiante del trópico por la pálida y cuadriculada de las grandes ciudades". En Tabasco había leído las novelas de La linterna mágica de José Tomás de Cuéllar, que aumentó su curiosidad por la metrópoli. Llega a una ciudad donde comienzan a notarse los grandes cambios educativos animados por José Vasconcelos y donde la Revolución, corrompida, lleva a sus compañeros a utilizar un léxico de piratería y donde la consigna, tras los primeros ideales del movimiento, es "tener poder para poder tener".
"Nosotros dejamos la infancia, pero la infancia no nos deja." Iduarte no escribe como niño ni para niños. Escribe desde el niño que supo conservar, consciente de que su visión de aquel universo cada vez más lejano está formada tanto por las sensaciones vividas por su ser infantil cono por las evocaciones que otros adultos hicieron de él. Por el temple que supo imprimir a esa primera etapa, el vigor adolescente se prolonga en el libro El mundo sonriente y en los textos reunidos bajo el título Preparatoria. Éste último es un libro de calidad irregular, pero dialoga con los anteriores porque ilustra con hechos tangibles lo que era el Andrés Iduarte de dieciocho años, con su fervor iberoamericano, su creencia en la fuerza de las palabras que intentaban transformar el discurso de las armas en el discurso de las letras. Si como niño es testigo de los condenados rumbo al paredón de fusilamiento, como joven le corresponde saber de las consecuencias armadas de la rebelión delahuertista, el fusilamiento del general Francisco Serrano y otros excesos que cometía una Revolución que, desde su punto de vista, comenzaba a homologar a Álvaro Obregón con Porfirio Díaz.
La Preparatoria es hija de la Reforma y el pensamiento liberal, y mientras siga viva en la dinámica nacional, aquellos principios seguirán apuntalando lo más rescatable del ser de México. Ser preparatoriano, como su nombre lo indica, es estar en el umbral de la Universidad pero, en el caso de la nuestra, es ser ya universitario. Ser preparatoriano es estar en "el ardiente corazón del mundo", como lo descubrió uno de los alumnos de Iduarte, llamado Octavio Paz. Al ser una escuela de puertas siempre abiertas, otorga tempranamente el privilegio de la libertad y el libre albedrío.
La trilogía de obras de Andrés Iduarte, donde están los testimonios presentes y en perspectiva de su autor, integran un retrato del artista adolescente. Otras obras sobre el estudio de las ideas escribió Iduarte, pero la construcción de la figura del héroe, como un detentador de la pureza de los ideales, del niño y el adolescente como un ciudadano en germen que se inicia en el ejercicio de sus armas, es su gran aportación a nuestra literatura lírica. Publicarlo otra vez, leer o releer aquellas páginas suyas lo hace próximo y vivo. Por eso, recordar el nacimiento del niño Andrés Iduarte es doblemente significativo. Como pocos de nuestros autores, nos enseña a defender aquellos años de la piel dura, del animal intacto, del aliento de vidrio, donde se forma lo más hondo, perdurable y poderoso de nuestra especie.
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