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Estampas de Oriente
I. REGRESO AL FUTURO
Corría el año de 1995. A mi arribo, el día anterior, mis ojos se habían entusiasmado con la vitalidad y el colorido de Hong Kong. Mucha gente que no ha tenido el privilegio de visitarla sabe, no obstante, de las maravillas de esta ciudad mítica. Se me figuró un Manhattan con los ojos rasgados, con los mismos rascacielos, la riqueza material evidente, escaparates y ventanas repletas de mercancías novedosas, las marcas internacionales visibles en todos los aparadores, letreros y anuncios en inglés en competencia con los chinos, y la movilidad gozosa de sus habitantes.
Por mucho tiempo Hong Kong representó una incógnita: un territorio chino bajo dominio inglés, al que no pudo tocar siquiera el gobierno de Mao. El paso del tiempo, que todo resuelve, habría de reintegrarlo a su nación. Como hace cinco siglos, Hong Kong sigue constituyendo una puerta privilegiada para que los occidentales nos asomemos al Asia profunda.
Me hospedé en el mismo hotel donde se celebraba la reunión en que iba a participar, en el elegante barrio Central. Después de comer, como disponía de algún tiempo libre, me eché a la calle. Caminaba deslumbrado en la acera, mirando a todas partes: tiendas de marcas europeas abarrotadas, comercios colmados de mujeres elegantísimas, calles repletas de transeúntes con prisa, coches europeos y japoneses confundidos, anegando las curiosas avenidas.
Reflexionaba sobre los bríos y la enjundia de los pobladores de aquella urbe donde se funde, mejor que en otras partes, las civilizaciones China y occidental. En un momento me vi forzado a unirme a la fila india de peatones que se formó en la acera por la que transitaba, pues a un costado de la misma había una zanja en la que laboraba un grupo de obreros, con cascos amarillos de metal y uniformes caqui, tendiendo un cableado. Al dirigir allí mi vista se me reveló de pronto una parte del futuro que aguardaba a la humanidad: uno de los obreros, con el torso desnudo y con los pantalones y las botas empolvados, hizo una pausa para contestar su enorme teléfono celular.
Vista de Hong Kong desde el pico Victoria |
II. AIRES DE ITALIA
El verano tomaba vuelo. Habíamos acudido a la primera etapa del Festival mundial del vestido. Tanto los invitados como los anfitriones enjuagábamos con discreción el sudor copioso que anegaba nuestras frentes. Nos manteníamos muy circunspectos todos, de corbata los varones y con zapatos de tacón las damas. Las mujeres que iban a vestir el Hanbok, el traje típico de las coreanas, eran llamadas por modistas y sastres de una en una, para tomarles medidas.
El evento tenía lugar en el jardín posterior de un hotelito, a unos ochenta kilómetros de Seúl. Cubiertas con sombrillas de plástico, había sillas y mesas dispuestas a lo largo del jardín. Las sombrillas, si bien distraían los rayos directos del sol abrasador, no ahuyentaban el calor. En las mesas había todo tipo de bebidas frescas y hacia el Este, al fondo del amplio rectángulo que formaba el jardín, fluían las aguas mansas del río Han, semiocultas detrás de una hilera de árboles.
Entre sorbos silenciosos de refresco escuchamos de pronto el zumbido del micrófono: empezaban los discursos. Fueron varios, tanto de parte de los anfitriones como de los invitados que formábamos, más o menos, el mismo volumen.
Las mujeres seguían pasando poco a poco al interior del hotel, mientras los demás bebíamos de pie, atentos a los oradores. El anunciador intervino al final de los discursos para avisar que había llegado la hora de comer. La comida era abundante y variada. Algunos se animaron a beber vino, pero los más optamos por cerveza fría. Hacia los postres se escucharon nuevos discursos, en los que hubo reconocimiento a algunos participantes y palabras de gratitud para todos los visitantes extranjeros.
Serían las tres de la tarde cuando me eché a andar rumbo a la arboleda. El calor picaba en todo el cuerpo, debía haber unos treinta y cuatro grados de calor con cien por ciento de humedad. Mientras algunos intentábamos romper la formalidad intercambiando tarjetas de presentación con anfitriones locales, irrumpió de repente una potente voz en el micrófono. Como una corriente de aire fresco que viniera de lejos, uno de los locales había decidido combatir la seriedad, el calor y la modorra, anunciando que nos encantaría: y empezó a entonar "Una furtiva lágrima."
III. TRANSFORMACIÓN
Visité Pekín por primera vez en 1980. Fue hacia mediados del mes de febrero, por lo que aún se resentía el invierno. Durante la semana que permanecí allí, la luminosidad del sol era magnificada por la nieve que cubría la ciudad. Arribamos de mañana a un aeropuerto casi vacío. Con rapidez libramos los trámites migratorios y aduanales, para luego subir a los coches que nos transportaron al hotel, el único que acogía forasteros en aquel tiempo, en el centro de la ciudad.
Camino del aeropuerto, en ese entonces a pocos kilómetros de la ciudad, no encontramos más que un Mercedes Benz en sentido opuesto, con la banderilla de algún país al frente, así como un par de carretas tiradas por animales. En los costados se alineaban árboles todavía jóvenes y grupos de ancianos practicaban tai chi, a lo largo de casi todo el trayecto a la ciudad. La carretera contaba únicamente con dos carriles y carecía de libramiento. Estaba limpia y había un silencio curioso. No existía ninguna señal de tráfico.
Volví a Pekín el otoño de 2005. Los contornos de la ciudad se habían transfigurado y me pareció que el aeropuerto estaba dentro de la ciudad, igual que ocurre con el de Ciudad de México. El camino de mi primera visita se había agigantado, aquellos dos humildes carriles se habían trasformado en deslumbrantes autopistas que en algunos tramos llegaban a seis en cada sentido. Y como en las autopistas francesas o alemanas, de trecho en trecho relucían formidables señales de tráfico, en chino y en inglés. Fue difícil avanzar debido al congestionamiento del tráfico, que ya es permanente. Los libramientos son anchos y en todo el trayecto hay barrera de protección. Los árboles se han alejado de la orilla o han desaparecido, igual que desaparecieron los grupos de ancianos que practicaban tai chi, o quizás los ocultan las docenas de grúas metálicas que construyen gigantescos edificios a lo largo del camino.
IV. NOVEDAD
Uno nunca sabe, me contó mi amigo con una sonrisa resignada. La invitación había sido hecha por el propio embajador: se trataba de una cena en la que presentarían aspectos de la cultura de su país a un grupo de personalidades coreanas. Que el acto sería muy formal quedó confirmado al recibir la invitación: impresa en papel y tinta de primera, señalaba la fecha, la hora y el lugar del evento; también avisaba el tipo de vestimenta.
La discreción le impidió despejar la duda sobre cierta vaguedad del asunto. Sin embargo, el nombre de La Camerata le pareció que, por asociación eufónica, aseguraba que la celebración contendría un segmento musical. Y no se equivocó.
No hay fecha que no se cumpla ni deuda que no se pague. En la fecha prevista, los invitados comenzaron a congregarse a la hora fijada en el vestíbulo del salón del lujoso hotel donde tendría lugar la función. A quienes olvidaron la etiqueta les fue ofrecido un moño, para no desentonar con el resto de los asistentes ataviados de smoking. Había docenas de parejas coreanas de las más variadas edades y profesiones. Vinos rosados y espumosos circulaban generosamente mientras que se sucedían presentaciones e intercambios de tarjetas personales, infalibles en el noreste de Asia.
El presidente de La Camerata, un empresario sonriente y formal, se hacía fotografiar con los invitados conforme iban llegando. Aproximadamente una hora los mantuvieron en el vestíbulo antes de invitarlos a pasar.
El salón, de piso de madera, era enorme. Las mesas, adornadas con profusión, estaban acomodadas alrededor del salón y en un ángulo despejado había un pequeño estrado donde tuvieron lugar los discursos, también infaltables en esta parte del mundo. Muy formales todos. El centro del local, amplísimo, estaba despejado por completo.
Entre bocadillos y vinos exquisitos mi amigo y otros incautos fueron descubriendo el motivo verdadero del encuentro. Cuando el presidente del grupo y su esposa rompieron el baile ya no les quedó duda: La Camerata consistía en un grupo de baile de salón, una novedad en estas latitudes. Y se sumaron gozosos a la celebración.
V. EL VUELO EDUCATIVO
Toņo Labra, Puente de Marco Polo, China |
Sabemos que en las sociedades confucianas la educación posee un altísimo valor. La influencia del filósofo chino es evidente en ese aspecto de la vida, incluso más allá de las fronteras del noreste de Asia. Con todo, en Corea se ha puesto de moda en tiempos recientes un fenómeno curioso, que ya rebasó la atención de los sociólogos y comienza a preocupar a las autoridades. El asunto consiste en que un creciente número de familias, o mejor, de parejas, han consentido en que la esposa resida en otro país con los hijos –normalmente en eu, Japón o Australia– a fin de que éstos reciban mejor educación, mientras que el padre y esposo se mantiene trabajando en Corea. Lo cual, entre otras cosas, no deja de ser curioso, puesto que la educación coreana goza de reconocimiento.
El caso es que los coreanos, aunado al crecimiento vertiginoso que han tenido en décadas recientes, han añadido a la educación el ingrediente de la competencia: la educación utilitaria ha trascendido el precepto confuciano. La razón, aseguran, es que los hijos compiten por puestos de trabajo en una sociedad cada vez más exigente, por lo que, para afrontarla, a fin de estar mejor capacitados, recurren a estudiar al extranjero.
Las familias así separadas por la geografía se visitan conforme lo permiten sus posibilidades económicas. Hace poco, un diario capitalino estimó que podrían existir 50 mil familias en esa situación en Corea, y consideraba que si bien esa medida cumple el precepto de esmerar la educación de los hijos, infringe otro igualmente importante como es el de la unidad familiar. Visto que el fenómeno se ha propagado, la voz popular, juez implacable, ya estableció categorías: la de las águilas –compuesta por gente acaudalada–, con posibilidad de viajar al menos una vez al mes; los gansos –la clase media– cuyo padre visita a la familia dos o tres veces por año; y los pingüinos –los menos afortunados– cuyos recursos les impiden encontrarse en mucho tiempo.
El fenómeno cobró revuelo no hace mucho, cuando la prensa dio a conocer un caso muy triste, al reportar que un hombre, perteneciente a la tercera categoría, agobiado por la nostalgia y la tristeza, se quitó la vida, luego de seis años sin poder visitar a su esposa e hijos.
VI. EL OFICIO
Quien ha viajado al noreste de Asia conoce la costumbre de aquellas tierras de intercambiar tarjetas de presentación, antes de entablar cualquier diálogo. En efecto, no bien se saluda a una persona cuando emerge la tarjeta con los datos personales, que los orientales leen antes de iniciar la conversación con el nuevo interlocutor. El fenómeno, aseguran, tiene origen en la doctrina confuciana, que demanda conocer el oficio del recién conocido para ubicarlo en el universo.
Lo cierto es que en el tiempo que llevamos residiendo en Seúl, se nos han agotado varios cientos. La semana pasada, un empresario de edad avanzada y gran sentido del humor con quien conversaba animadamente, se hizo bolas con las tarjetas que cargaba y no se decidía cuál de todas debía entregarme: una lo acreditaba como representante de una compañía aérea, otra lo presentaba como cónsul honorario de un país europeo, y poseía una tercera con el título de presidente de su empresa naviera.
Las cosas no han parado ahí: cada vez gana más adeptos la costumbre de imprimir la fotografía del titular en la misma tarjeta, y en una velada reciente me sorprendió un ex ministro del gabinete, de aspecto grave, cuya tarjeta contenía, concentrada, su biografía. Así se cuecen las habas en este lado del mundo.
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