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–Yo quedé huérfano de padre y madre a los cuatro años. A mi hermano y a mí nos recogió mi abuela y un tío, hijo de mi abuela, hermano de mi madre. Y bueno, mi abuela era una señora de rancho, antes de la Revolución. Se quedó viuda muy joven, con muchos sobresaltos. A ella y a sus hermanas las mandaron a estudiar a Italia. A la hora de comer hacíamos una sobremesa y entonces nos contaba historia de Italia, de viajes, de su rancho, y nos contaba también lo que estaba leyendo; su autor elegido era Tolstoi, con Ana Karenina. Creo que la leyó quince o más veces porque era su fascinación. La veíamos desde la mañana hasta la noche leyendo. Entonces yo le debo muchísimo como persona y como escritor, porque tan pronto nos enseñaron a leer ya teníamos libros. Yo leí muchísimo, porque era muy enfermizo de niño y en la adolescencia, por eso tuve un tiempo enorme para leer, leer y leer. Cuando comencé a escribir mi primer libro de cuentos, casi todas las tramas venían de lo que ella me había contado. Después de haber escrito mi primer libro de cuentos, pensé que ya no iba a escribir. Ese libro estaba dedicado a mi abuela, pero yo ya no tenía idea de hacer o escribir otras cosas. –¿Por qué ya no quería escribir? –Por cosas más internas. Ese libro iba a ser el primero de una primera colección literaria para autores muy jóvenes, la dirigía José de la Colina y después del mío ya no hubo ningún otro libro, pero en aquélla época generalmente se publicaba un librito que regalaba uno a los amigos; se ponían treinta o treinta y cinco libros en las librerías. Era lo normal, así fue la entrada de Salvador Elizondo, Juan García Ponce. Sabíamos que así era. –¿Por qué empezó a escribir en Tepoztlán? –Yo tenía una casita con un jardín, me gustaba muchísimo Tepoztlán. No había luz eléctrica, era un pueblo precioso, precioso; ahora es una cosa del jet set. Carlos Pellicer tenía una casa preciosa de pueblo, vivía también el Dr. Atl. Y había tres o cuatro casas de gente a la que le gustaba la naturaleza y que llegaban los fines de semanas. Era una vida distinta, yo llegaba muchas veces los fines de semanas. Por eso compré una casita de pueblo, que eran baratísimas, y empecé a ir a traducir, porque no escribía, y hubo un momento fastidioso de estar aquí [Ciudad de México] con esta gente. ¡Qué cosa! Generalmente me llevaba libros. Y me fui varias semanas, y ahí, desde la primera noche, empecé a escribir como algo que me dictaban. Cuando llegué a México ya tenía dos o tres cuentos. –Cuando lo leo encuentro elementos teatrales. ¿Por qué no ha escrito teatro? –Yo pensaba que iba a ser un dramaturgo, un comediógrafo. El teatro siempre ha sido para mí una pasión. Y fui a la Facultad de Letras a llevar una materia que la daba la maestra Josefina Hernández, que en esa época era muy buena. Eran unas clases excelentes; vimos la construcción teatral de las tragedias griegas y, luego, al final, saltamos hasta el siglo xx en la literatura teatral contemporánea. Primero pasábamos revisando todos los pasos de la construcción y la estructura, y nos pedía que hiciéramos unos trazos, unas obras pequeñas sin cortes, sin pausas, como la tragedia, y cada uno elegía la obra; el ejercicio era traer la trama de la tragedia a nuestro siglo xx. Estoy hablando de 1952, 1953, a mediados de siglo xx, donde la escena y los personajes eran contemporáneos, de 1910 a 1950, esos personajes iban a tramar una obra con las construcciones y la estructura que ella nos había dado. Me acuerdo que en mi casa regresaba yo a pensar cuál obra escogería, y a hacer notas de una escena, de un personaje principal, para que después armara la obra. Pero cuando empezaba a hacer las notas de la situación, los personajes que teníamos que inventar sobre el decálogo de los griegos, la trama misma, de repente me daba cuenta que eso era un cuento. Y así fueron mis primeros cuentos y ahí salió mi primer libro. Pero después traté de hacer obras de tres o cuatro actos. Cuando las escribía me parecían extraordinarias, como si las musas me dictaran, porque estaban tan bien los diálogos, y por otra parte un monólogo fenomenal. Después de una semana, cuando los releía, eran absueltamente insuficientes, terribles; me asombré. Luego, varias veces quise hacer obras de teatro y no me salían. Todavía, a los casi treinta años hice otras últimas y también sentía que eran muy buenas, pero después creía que eran absolutamente nada, imposible de corregirlas, y las hacía parte de mi narrativa. Entonces vi que eso no era para mí; descubrí que para mí eran los cuentos y después las novelas. Y, además, hasta hora es una de las cosas que me gustan; leer y ver teatro. –¿De ahí lo extraordinario del manejo gesticular de sus personajes y las cajas chinas? –Sí, también retomo elementos cinematográficos y teatrales. En El desfile del amor y Domar a la divina garza, alguien habla, pero todos están haciendo algo. Desde mis primeros cuentos, hay un centro que no se puede tocar y los personajes van alrededor de ese enigma, para que el lector sea otro autor en descubrir. –También de ahí que le apasiona El Abanico de Lady Windermere. –Es una cosa extraordinaria, porque es una obra de Oscar Wilde, y el teatro de Wilde se cimienta en la brillantez de los diálogos. Las tramas son lo de menos. Y en 1928 la película muda, Abanico de Lady Windermere, de Lubitsh, tiene un dinamismo que parece que uno está oyendo el idioma de Wilde, a pesar de que es una película muda, y tiene, como casi todas las películas de Lubitsh, un final extraordinario, casi siempre muy cínico, muy desvergonzado, un final insólito. –¿Cómo es que de su literatura solemne gire a la creación de una literatura cómica, lúdica?
–Tuve varios pasos. Cuando yo me fui de México porque quería hacer un viaje largo, –no había ido a Europa y quería hacer un viaje de algunos meses a los altares de la cultura y regresar–, pero me quedé veintiocho años; quince libremente, sin oficinas, ni nada. Y en la última parte, el trabajo de Relaciones Exteriores fue una larga estancia que duró seis años en Praga, y antes de que estuviera como embajador fui siempre agregado cultural, y entonces estuve en muchas partes. Cuando llegué a ser embajador era otro mundo; se hablaba con los funcionarios, con los embajadores y todo era muy solemne, y entonces yo tenía muchas notas para hacer una novela que iba a ser totalmente distinta, para El desfile del amor. Los personajes eran grotescos. Cuando llegaba a mi casa, a la residencia del embajador y empezaba a buscar la trama, de repente se me salieron del tintero los personajes. Me divertía mucho con Dante, por ejemplo [personaje de Domar a la divina garza]. Yo creo, porque generalmente, desde niño, desde adolescente, yo hablaba sarcásticamente; cuando conocí a Monsivaís y a Luis Prieto nos reíamos de todo, hacíamos caricaturas del mundo. En algunos cuentos a veces hay una cosa de parodia. Una parodia muy fuerte, fue en mi primera novela, El tañido de una flauta, donde hay un personaje que se llama La Tortuga, es uno de los más radicales en cuanto comicidad, pero yo creo que la vida va dando cosas. Yo escribí las novelas del carnaval en Praga [El desfile del amor, La vida conyugal y Domar a la divina garza.] –Es paradójico que El arte de la fuga, que alude a la desaparición, lo haya dado en conocer en México, ¿no cree? –Sí. Fíjese que cuando llegué de Praga estuve casi un año en México, pero no me encontré. Cuando llegué a México era otra ciudad. Yo salí en el 61 y regresé hasta el 81. Había venido muchas veces por trabajo, de vacaciones; pero no era palpable el cambio. Yo iba por la ciudad y no sabía por dónde era, por esos ejes que hizo Hank que tiraron todas las fachadas; no sabía dónde estaba y no me sentía bien. Me hacía mucho daño la contaminación en los ojos, y más porque trabajo en la noche, por lo que estaba ya muy mal. Entonces, una vez que vine aquí [Xalapa] porque mi familia es de Huastuco; veracruzanos de varias generaciones, vine a dar un cursillo, y a los dos o tres días ya había mejorado mi vista y empecé de nuevo a escribir y, luego, empecé a venir a pasear por todos los lugares donde vivía mi gente, y de repente me dije: "¡Ya no vuelvo a México!" Vendí la casa de la Conchita en Coyoacán y, claro, todos estos viajes que iba haciendo desde mi niñez volvieron a vivir en mí. –Al leer su obra puedo atreverme a decir que su literatura se ubica en tres facetas, la última donde hay una etapa de autorreflexión, casi de memorias de Sergio Pitol, como El mago de Viena, El viaje y El arte de la fuga. La segunda etapa, de la trilogía informal de Domar a la divina garza, La vida conyugal y El desfile del amor. Y una primera etapa de parodia y de crítica, como El tañido de una flauta. ¿Me equivoco? –Estas tres novelas, las novelas del carnaval, eso terminó como hace quince años, y ahora hay la última fase, que es las novelas de la memoria, donde empieza El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena. Ahora, unos seis meses que estuve en Madrid para presentar este último libro, el editor me dio el libro y de allí al hotel y lo empecé a leer de una y otra parte. Vi claramente que ahí se corta, como también la tercera del carnaval: La vida conyugal, y así me pasó con El mago de Viena, me encantó el libro. Y me alegra, me gusta cambiar, porque, si hago otro igual, me voy a copiar y a hacer mi escritura mecánica. –Usted participó en la manifestación en contra del encarcelamiento de Siqueiros, que fue organizada por José Revueltas ¿Qué recuerdos tiene de ellos? –Fue en los años cincuenta, cuando vivía en México. Eran fenomenales. Y las figuras se veían constantemente, porque existían pocos cafés o restaurantes donde se reunían. Yo hablé con Siqueiros dos o tres veces, porque nadie hablaba, sólo él, uno tenía que hacerle las preguntas. Pero más allá, hay una parte de la obra de Siqueiros que es formidable, que son algunos retratos, de los más imponentes retratos de México. Hace como ocho años hubo una exposición de Siqueiros, casi toda de retratos que no se habían conocido en México; había de Shums, el músico, que es formidable, y de Joseph, el del adagio de El ángel azul, también un retrato extraordinario. Porque él conoció a muchísimas personas de mundo, grandes artistas. Con Revueltas había varios grupos, y en uno estábamos Carlos Monsivaís, Luis Prieto y yo, y ese grupo lo hacía reír, le contaba una cantidad de temas de figuras que él había conocido, situaciones formidables y terribles. Yo lo quise muchísimo. –A principios de los años setenta el periódico Excélsior lo mató; cuénteme cómo fue. –Eso fue en Barcelona, en 1970, yo creo, a finales del 69. Llegué a mi departamento y me habló mi hermano, donde se creó un diálogo del teatro del absurdo, porque oyó mi voz y me dijo: "¿Cómo estás, qué te pasó? ¿Estás bien?" Y no me decía por qué estaba tan grave, hasta que me dijo que había una columna del escritor Cendejas donde se dio la noticia de que yo acababa de morir en Barcelona. Mucho tiempo después supe que en la cantina La Ópera, donde Cendejas estaba todos los días con un grupo para tomar y platicar, un colombiano le aseguró que le habían dicho que me habían matado a las afueras de Barcelona. La China Mendoza, que en esa entonces era muy graciosa y muy buena periodista –ahora ya no es nada–, hizo un réquiem a mi memoria, a su gran amigo, y realmente me asusté. A mi abuela no le daban los periódicos. Durante unos días estuve muy alterado, me fui a hacer exámenes de todo. –¿Cómo es Sergio Pitol, el humano? –Mire, yo soy, creo, un optimista por excelencia, cualquier cosa me gusta. Si estoy en un lugar que puede ser terrible siempre encuentro algo que me dé un momento de felicidad. Solamente una vez tuve un golpe de depresión que no supe ni por qué, pero mi vida la encuentro, cuando la pienso, muy productiva; pero además, llena de felicidad. Llegar a un nuevo lugar y empezar a aprender el idioma, después descubrir sus literaturas, todo eso me gusta mucho. –Maestro, sé que le gustan mucho las telenovelas brasileñas –¡Ah, sí, sí, sí! Mire, en todos estos meses, desde que me anunciaron el Premio Cervantes –que fue el primer día de diciembre del año pasado, hasta ahora– no he podido casi leer nada, porque se ha venido una cosa de trabajo, trabajo. Pero mi premio es una hora donde voy a la televisión y veo el canal brasileño, donde las telenovelas son fenomenales, fenomenales ¡No son las de México! Porque son las antitesis. Algunas novelas son de grandes escritores, tanto del siglo XIX, y contemporáneos, como Rubén Fonseca; allá hace sus novelas, al igual que Rodrigo Amado. Además, con una fotografía extraordinaria y con temas importantísimos de la sociedad. Cuando despierto, a veces, pienso: ¿ahora, qué va pasar? |