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Manuel Stephens
Alas de madonna 689
Katia Castañeda |
En el marco del XXIV Festival de México en el Centro Histórico, la compañía Quiatora Monorriel estrenó Alas de Madonna, de Benito González. La producción de González, quien también ha incursionado en la fotografía, el video y en la composición y edición musical, está evidentemente signada por la experimentación y ha transitado por diversos registros estéticos. En los últimos años, el coreógrafo ha ido retomando y actualizando estrategias generadas por las vanguardias del siglo pasado, conformando así un corpus de obras que podríamos denominar como su “período radical”. En cuanto a la composición, González se aleja de los medios tradicionales de concepción, diseño y montaje coreográfico, produciendo especies de ensamblajes escénicos insertos en la transdisciplinareidad. Esto es especialmente patente en Alas de Madonna que, sin dejar de serlo, no es propiamente una obra coreográfica, y está en la encrucijada del performance, la instalación, o lo que casi pudiera ser un trabajo escultórico vivo. La pieza es absolutamente conceptual y resiste cualquier clasificación, una categorización convencional de inmediato se desestabiliza debido a la yuxtaposición de discursos.
Mitzy Dávalos |
En el escenario desaforado se encuentran seis sillas rojas y algunos aparatos que corresponderían a una fábrica o un taller. La ambientación sonora es estridente desde el principio e impone una atmósfera de pesadilla que se mantendrá a lo largo del espectáculo. Aparecen cinco personajes diferenciados y contrastados por vestuarios que identifican su pertenencia a tribus urbanas y, una vez reconocidos, se pueden detectar elementos que indican la violencia hacia sus cuerpos –aparatos ortopédicos, máscaras, accesorios que atraviesan, obstruyen y condicionan el cuerpo–, que subrayan la actitud desafiante de estos personajes surgidos del cyberpunk o del manga japonés. La identidad se muestra como un acto de y negación y ataque al otro, que conlleva la vulneración, incluso física, del propio yo. Los personajes ocupan sus asientos, el trazo en que desarrollan las frases de movimiento, en las cuales no interviene técnica dancística alguna como tal y son mayormente de gesticulación corporal, se limita a una misma diagonal o en la cercanía y apoyo de las sillas. Los personajes se embarcan en un tren subterráneo del horror, en el que nunca se relacionan entre sí. Los gritos en la ambientación sonora, golpes que provienen del foro mismo, un elemento que se desploma del techo y destellos que sugieren la presencia de algún terrible ser en acción, muestran la paranoia que produce una tecnología desbocada en la que un moderno Doctor Frankenstein ha perdido el rostro y se ha multiplicado exponencialmente. La tensión y sometimiento de que son objeto los personajes es incesante y llega a su clímax en el angustiante grito que sostiene por considerables segundos uno de ellos. Las criaturas de González son trágicamente sofisticadas y decadentes, no hay resolución alguna o posible para ellas, y al final simplemente abandonan el escenario.
Edgar Poll
Surasí Lavalle
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La iluminación, escenografía y vestuario de Mauricio Ascencio son espléndidos, muestran la compenetración a que han llegado él y González, y en gran medida los sentidos del espectáculo están orientados por su trabajo. Alas de Madonna es conceptualmente impecable. Por desgracia, el Teatro de la Ciudad, cuya isóptica marca una distancia considerable entre el público y la escena, no era el lugar apropiado para la representación; de hecho no creo que la obra requiera precisamente de un teatro. El carácter híbrido de esta pieza que González ha calculado hasta el más mínimo detalle, requiere de la misma actitud en la disposición de los espectadores, ya sea para colocarlos en la perspectiva correcta –quienes estaban a las orillas se perdieron de la mitad de la obra– o para darles opciones durante la función. Uno de los elementos que causó grave malestar en una parte considerable del público es la repetición ad nauseam de la misma pista sonora. Se entiende la intención de González de involucrar somáticamente, diría yo, al espectador, pero esta estrategia tiene efectos contrarios; la estridencia persistente de principio a fin incomoda, no en la manera esperada, y distrae la atención de la escena en la que, debido a la extremísima economía de movimiento, aparentemente no sucede nada. De cualquier manera, Alas de Madonna es un montaje que muestra a un artista fiel a sus convicciones y habrá que verla posteriormente en otras circunstancias.
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