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Verónica Murguía
Robarse un santo
En la Edad Media, como relaté en la entrega anterior, el peregrinaje religioso fue uno de los fenómenos que afianzaron tanto la comunicación como el fluir de dinero y artefactos artísticos por toda Europa. Se suponía que los peregrinajes no eran viajes de placer, sino experiencias místicas, escabrosas penitencias, ruegos urgentes. En fin, la vieja búsqueda de consuelo y curación.
Piratas, bandidos, reyes crueles y caballeros codiciosos se sumaban a los obstáculos geográficos y atmosféricos para volver los desplazamientos más peligrosos. Por supuesto, el destino más codiciado era Jerusalén y no era fácil llegar. En primer lugar, la ciudad estaba en manos de gentiles –mucho más civilizados que los cristianos– y en Palestina. La navegación medieval no era lo que fueron las versátiles flotas griegas o romanas. El romero, sin embargo, podía embarcarse en primavera o a principios del otoño auxiliado por las agencias de viajes que apoyaban a los peregrinos en el passagium.
Uno de los viajeros famosos es el monje alemán Teoderico, quien redactó una Guía para Tierra Santa por el año de 1172. Teoderico, como nos cuenta su editor moderno Ronald G. Musto, navegó en condiciones muy difíciles: “La limpieza a bordo era mínima, los camarotes infestados de piojos, pulgas y ratas; el agua fresca y la comida se echaban a perder después de unas pocas semanas si no se reabastecían. Si consideramos el hecho de que la mayoría de los peregrinos en las cabinas llegaban a bordo después de un mes o dos de viajar a pie por los caminos de Europa, y que algunos ya cumplían con votos ascéticos de no bañarse o no peinarse, nos daremos cuenta de que todo el trayecto era un acto de imitación de los mártires tempranos.”
Relicario de hueso de San Millán |
En este fascinante libro, Teoderico cuenta que vio la estatua de sal en la que fue convertida la esposa de Lot, cerca del Mar Muerto, y que ésta “disminuye de tamaño cuando la luna decrece y aumenta de estatura con la luna llena”, entre otras, muchas, extravagantes descripciones.
El padre Félix Fabri, otro medieval que también viajó a Jerusalén, sugiere a los peregrinos que “no se debe arrancar pedazos del Santo Sepulcro, o romper las piedras que hay allá so pena de excomunión”, y a los nobles les advierte que “no podrán grabar sus escudos de armas o escribir sus nombres en el mármol para demostrar que estuvieron de visita”. Poco ha cambiado en nuestros impulsos, como revelan estas exhortaciones.
Una de las condiciones esenciales para ser un lugar de peregrinaje decente era el tener al alcance del peregrino una o más reliquias. La adoración de reliquias alcanzó un frenesí que justificaba cualquier acto: en esos siglos apareció el exótico fenómeno llamado Furta Sacra o robo santo.
Naturalmente el sustraer un santo de su capilla no es lo mismo que robarse un saco de oro o una mula. Sin hablar del riesgo que el alma corría –en la Edad Media la existencia del alma era una verdad irrefutable–, el ladrón corría el albur de ser aniquilado por un ángel o por el mismo santo. Pero si la reliquia o el santo entero se dejaban robar sin chistar, el ladrón interpretaba esto como la aquiescencia del venerable despojo. Así, huía con el santo, muchas veces protegido por los poderes celestiales de su trofeo.
Algunos sinvergüenzas hicieron de la Furta Sacra su profesión: mi favorito es Félix el clérigo, un hombre que vivió en el siglo IX. Se sabe poco de su vida personal, aunque la profesional fue gloriosa. Despachó santos completos: al arzobispo Otgario de Mainz le vendió el cuerpo de san Severo y escapó en un caballo de primera categoría cortesía del arzobispo, pues los monjes del monasterio de san Apolinar le venían pisando los talones. Este Félix, un auténtico Indiana Jones, también se robó los restos de santa Eugenia, de santa Columbana y vendió, al obispo Erchambert de Freisinga el cuerpo, muy codiciado, de san Bartolomé.
Otro ladrón famoso fue Deusdona, quien se especializaba en santos romanos. Durante el invierno, Deusdona se dedicaba a explorar cementerios y sobre todo catacumbas, su fuente secreta de huesos que podrían pertenecer a mártires. Su centro de operaciones quedaba cerca de la Via Labicana. Las narraciones de sus maniobras son alucinantes.
Siempre hemos sido ilusos sin remedio, pienso al leerlas. Y le recuerdo al lector las largas filas para ver la momia de Lenin o la oferta para vender la lápida de Pedro Infante. Y sin milagros
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