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Antonio Machado: poesía perdurable
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Rafael Escalona, gran maestro vallenato
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Ricardo Piglia la alegría del lenjuage
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Felipe Garrido
Veladoras
¿Hacía cuánto? Muchos, muchos años, quién sabe cuántos. Si comenzaba a averiguarlo se perdía haciendo cuentas. ¿Había sido desde antes de que...? ¿Ya no estaba en...? ¿Todavía no había muerto...? Con lo que tenía le bastaba. No quería más, no necesitaba más. Con eso le alcanzaba para comer –muy poco, no tenía mayor necesidad; a veces un bolillo alcanzaba para dos días, siempre había sido así–, para tomar el Metro, para pagarse un baño casi cada semana –siempre había sido más bien catrín. Tenía su lugar frente a Catedral, y pasaba las cuotas que tenía que pasar sin bronquearse con nadie, sin protestas, así era la cosa; él lo entendía. No le iba mal. En lo que gastaba era en veladoras. Por todos lados las ponía; una hoguera parecía el cuarto donde lo dejaban dormir. Toda la noche encendidas. Solamente una vez se había quedado a oscuras. Y entonces clarito las oyó cómo lo llamaban, cómo le pedían, cómo se quejaban, cómo sufrían en el Purgatorio. |