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Manuel Scorza: réquiem para un hombre gentil
Ricardo Bada
A Manuel Scorza, a quien conocía y admiraba por sus libros, tuve la fortuna de conocerlo además personalmente y encontrarme con él tres veces en mi vida.
La primera fue un día de septiembre de 1976. Me tropecé con él mero en persona, de carne y güeso, en los pasillos de la Buchmesse, de la Feria del Libro de Fráncfort del Meno, que ese año, también por primera vez en su larga historia, estuvo dedicada a un centro de gravedad. Y el honor recayó en América Latina, “un continente por descubrir”, como rezaba el lema de la tal Feria.
[No debe perderse de vista que por aquellas calendas aún estaba vigente lo que los conspicuos suelen llamar el Boom, y que sus olas todavía llegaban, si bien ya no tan tsunami-like, a las playas de la edición europea.]
Como yo me hallaba en Fráncfort en misión de servicio (era redactor de la Radio Deutsche Welle, la emisora alemana de cara al exterior), apenas tropezada la persona de Manuel Scorza me presenté, conversamos un par de minutos y, naturalmente, le dije, sin más, que quería entrevistarlo para nuestros programas radiales destinados al “continente por descubrir”.
A lo cual don Scorza me replicó que a él le fastidiaban mucho las entrevistas, y más con magnetofones, así que me pedía el favor: “Mejor no, hermano, mira, no es nada personal, pero mejor no.” A lo cual don Bada le replicó que ningún problema, porque jamás en la reputísima vida le he hecho una entrevista a la persona que, por convicción o por pose, me ha contestado lo que me contestó don Scorza. En el primer caso, respetando la convicción; en el segundo, jodiéndole la pose. Y en ambos, a conciencia de lo que hacía.
Aquella Feria fue para mí extenuante. Eran nada menos que veintiún pabellones nacionales –incluyendo una representación estadunidense de la literatura hispánica en el gran vecino del norte–, y eran nada menos que docenas de autores latinoamericanos de primera magnitud los que se hallaban presentes. La plana mayor –con excepción de García Márquez y de Octavio Paz– y un par de planas menores, estaban en Fráncfort del Meno esos días: desde Juan Rulfo a Julio Cortázar, pasando por Mario Vargas Llosa (quien inauguró la muestra con un discurso en inglés, acerca del cual apostillé irónicamente que con mucha visión de futuro). E ainda mais.
Ilustración de Mauricio Gómez Morín |
Uno de los últimos días de la Feria regresaba yo exhausto al estudio de la emisora para dejar allá mis bártulos de trabajo, y lo hice atravesando el pabellón de la editorial alemana Suhrkamp, una de las abanderadas de la difusión de los latinoamericanos en el mercado germánico.
Y allí estaban sentados, departiendo entre ellos, amigos como eran, el brasileño Osman Lins, el argentino Manuel Puig y el Manuel peruano que me había dicho que no a la entrevista, pero con el cual, entretanto, ya mantenía una buena amistad cimentada a base de tragos y canapés en las docenas de guateques que se alargaban hasta las primeras horas de la madrugada.
Manolo me vio pasar y se conoce que al ver mi aspecto derrotado se apiadó de mí. “¿Vas cargando la grabadora, hermano?”, me preguntó. Le contesté que sí (de hecho mi espalda se inclinaba peligrosamente fuera de la línea de equilibrio después de ocho horas de apechugar con aquel armatoste Nagra anterior a los casetes) y me dijo: “Y bueno, ¿no me querías hacer una entrevista? Esto es mucho mejor, te sientas acá, echas a andar la grabadora y tienes un diálogo con tres escritores famosos de América Latina, ¿qué más quieres, dime, hermano?”
Dicho y hecho, y conversamos y grabé, y la grabación existe, está asequible en los archivos de la rdw , sólo que no pienso citar acá nada de ella, porque soy de un supersticioso subido,
y se da la triste circunstancia de ser yo el único superviviente de aquel diálogo. Osman Lins murió inesperadamente sólo meses más tarde, Manolo en la catástrofe que justamente rememoramos con este homenaje, y el otro Manolo como consecuencia desdichada de unas complicaciones postoperatorias. El siguiente en la lista soy yo, así es que mejor no meneallo.
Después de Fráncfort nos carteamos. Siempre he sido muy epistolómano y Manolo no era mal corresponsal. Conservo todas sus cartas. La primera es del 2/II/1977 y en el encabezamiento dice: “París (tan amargo a veces)”, y luego, en el texto: “He pasado –cosas de hablar delante de una copa– momentos personales muy difíciles: ‘Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé'”, añadiendo a la cita un “(Vallejo)” que me hizo pensar que no me creía versado en la poesía del cholo, cosa que le hice saber que me dolía y me pidió disculpas.
Y en la última de sus cartas que conservo, la del 3/XI/1980, me dice al final: “Estoy terminando una novela de amor, La danza inmóvil, que te llegará uno de estos meses.” Y eso me lleva a otro documento manuscrito suyo, una postal con La callejuela, de Vermeer, que está en el Rijksmuseum de Ámsterdam, y donde el 14/ XI/1977 me habla de una botella de vino tinto que le llevé como regalo a París... Porque llevar un buen vino tinto a París no es, como quizás pudiera creerse, lo mismo que llevar angulas a San Sebastián: un exceso de leyenda epifaniza la no tan notable gastronomía parisina.
Yo había ido a París como delegado por el psoe de Colonia (sí, he sido alguna vez miembro de ese partido, y del spd alemán, y ya no lo soy de ninguno, todo tiene su tiempo), y me cité con Manolo para la tarde anterior a mi regreso a casa en el exprés nocturno, el París-Moscú. Llegué al 16 de la rue Gracieuse, en el 5ème, con la botella de vino comprada ex profeso para él, y recuerdo que al abrir la puerta Manolo se apartó de inmediato, incluso antes de darme un abrazo, para deslumbrarme con un espectáculo que nunca olvidaré : enfrente de la puerta estaba servida una mesa larga, rectangular, como para ocho comensales, cubierta por un paño blanco, de calidad, bordado, y encima de esa mesa se hallaban las Delikatessen más delicadas y en una cantidad que daba vértigo: ostras, caracoles, jamón de Parma, caviar, langostinos, salmón ahumado, quesos de una fragancia sicodélica, delicias turcas...
“Y champagne de la Viuda ”, dijo Manolo. “¿Cómo, se ha muerto El Gaitero?” pregunté yo.
Y compadeciéndome de su incomprensión, tuve que explicarles el viejo chiste de los nuevos ricos que se contaba en las Navidades españolas de la autarquía franquista. Aquellas donde el colmo del lujo era descorchar una botella de la sidra achampañada El Gaitero, quien se había convertido –por ello– en una especie de santo y seña de las fiestas.
Manolo y Claire se rieron, pero más de mi cara de asombro que del chiste. Y tras los abrazos, la explicación: “Hermano, hoy he firmado el contrato con una editorial francesa que quiere la exclusiva de mi obra completa. Lo que ves en la mesa es una inversión de parte del anticipo.” Y a fe mía que le hicimos los honores a tal mesa.
Lo que me resultó muy evocador fue leer, años después, en la página 217 de La danza inmóvil, la escena cuando el narrador llega a la casa de Roldán:
Me abrió Roldán en bata de seda negra ribeteada de rojo y sandalias, ojeroso, feliz:
–Mi hermano mío de mi corazón –gritó emergiendo de una varahada de tabaco, de marihuana, de alcohol–. ¡Pasa, mi hermano, llegas a tiempo, hay hembras, trago, cocaína, felicidad, locura, lo que quieras! ¡La batalla ha empezado hace tres noches apenas...!
Del brazo, cariñosamente, su euforia me condujo al salón: un octógono de blancas paredes defendidas por esculturas célebres, cuadros de maestros contemporáneos, máscaras. Sobre divanes de cuero, sillones de mimbre asiático o pieles de leopardo, vi una dispersión de faldas, de camisas, de brassières, de ceniceros, de zapatos de mujer, vasos, botellas, todo velado por un exceso de haschisch y cigarillos.
Era, en otras dimensiones, potenciadas por la literatura y adaptadas a la atmósfera de una novela de amor, la misma escena en la que había sido comparsa seis años antes, y que fue la segunda de las tres veces que nos encontramos.
[De ese día del '77 recuerdo también, además de lo pantagruélico y sibarítico del ágape, una frase que me persigue desde entonces. La dijo Manolo interrumpiéndome cuando le estaba hablando con admiración de mi lectura de viaje, la correspondencia de Ibsen: “Eres el hombre de las lecturas más extrañas que conozco.”]
Y la tercera vez fue en Las Palmas de Gran Canaria, en junio del '79, con ocasión del que llamamos Congreso etílico de la lengua castellana, pues dudo mucho de que en ningún otro acontecimiento de esa índole se hayan trasegado tantos litros de whisky como allí. Y también acá se repitió un poco lo de Fráncfort: que excepto dos o tres de los siempre raros en tales acontecimientos (García Márquez, Cortázar, además de Paz y Vargas Llosa en esta ocasión), el resto de la plana mayor y una muchedumbre de las planas menores hicieron asimismo acto de presencia en la isla afortunada.
No conversamos mucho Manolo y yo en esa orgía canaria, excepto durante algunos de los viajes en bus a los lugares más extravagantes, donde nos cebaban con papas arrugás, mojo picón y todo el whisky del mundo. (De aquel entonces proviene mi rechazo un poco alérgico a las papas arrugás y al mojo picón, que por fortuna no se hizo extensivo a los sabrosos caldos escoceses). Y si no nos hablamos mucho es porque cada uno de nosotros andaba en un mundo distinto.
El mío lo conformábamos un trío de mosqueteros (Raúl Guerra Garrido, Víctor Márquez Reviriego, José María Vaz de Soto, y yo... porque ustedes saben que los tríos de mosqueteros tradicionalmente se componen de cuatro), rotando alrededor del gran Eduardo Blanco Amor, recién regresado de su exilio en Buenos Aires. Es a él a quien le debo, de aquellos días, la valiosa información de que la primera vez que se tradujo el Ulises, de Joyce (sólo un capítulo, en la revista Nos ) fue al gallego.
El mucho más nutrido grupo donde militaba Manolo –y ese verbo, “militar”, me parece harto adecuado en este caso–, lo capitaneaban él y Eduardo Galeano, en una tarea de obstrucción y polémica con los colegas cubanos no castristas y del exilio, que también estaban invitados al Congreso. Y que, al final, tuvieron que tirar la esponja, la toalla y hasta hubiesen tirado el ring entero con tal de zafarse del acoso.
Víctor Márquez Reviriego lo dibujó de mano maestra en su crónica para la revista Triunfo, de la que era redactor-jefe: “Con aires de orador sacro, con vehemencia misional, Scorza sabía tener en vilo al auditorio (¡qué carrera episcopal desperdiciada!)” Savonarola, pensaba yo, no lo hizo mejor en la Florencia de los Médicis.
Tengo también carta suya del 7/XII/77, una de sólo dos escritas a máquina (las demás son todas ológrafas) con “un abrazo y el perfume del hermoso vino que nos regalaste en París”. Y además otras cartas del 24/VII/1979, del 5/IX/1980 (ésta desde Lima), y del 3/XI/80, de nuevo desde París, como el resto. En todas ellas me habla de una pieza radiofónica que le animé a escribir para la WDR, una emisora alemana, y se iba a titular Historia de Cecilio Encarnación, primer y último serafín de los quechuas. Creo que la llegó a terminar, y hasta que la llevaba consigo en su vuelo a Madrid, para darle una última lectura antes de enviármela a Colonia. ¿Habrá quedado una copia de ella entre sus papeles parisinos? Nunca pude averiguarlo.
Nunca, después de que un día aciago de fines de noviembre de 1983, llegó la noticia: Marta Traba, Ángel Rama, Jorge Ibargüengoitia y Manolo viajaban a bordo de aquel Boeing 747 de Avianca que se había estrellado durante el descenso al aeropuerto de Barajas, donde iba a hacer escala antes de continuar rumbo a Bogotá. Qué mal redoble por Rancas, qué llegada luctuosa de otro invisible Garabombo, qué tumba del relámpago.
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