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Verónica Murguía
Come, reza… ¡y haz millones!
¿Qué puede ser más ameno que un buen libro de viajes? Desde Herodoto hasta China para hipocondríacos, de José Ovejero, hay decenas de libros en los que el intrépido protagonista comparte con el lector su asombro, sus incomodidades –Bruce Chatwin estuvo en golpes de Estado, hospitales portugueses y hostales en el Sahara– y sus descubrimientos. Leer a viajeros como Marco Polo o Richard Burton enriquece y fascina. Gracias a Robert Byron supe de la áspera hermosura de Afganistán, mucho antes de que Bush pusiera ese país en el mapa del horror. El rabino Benjamín de Tudela, quien en el siglo XII salió de España y llegó después de trece años a la frontera china, o el embajador del papa Inocencio iv , el fraile Giovanni Di Plano Carpini quien se atrevió a ofrecer el bautismo a los tártaros, me parecen individuos asombrosos, dueños de una voluntad fabulosa.
Cuando los viajeros escriben bien, uno cierra el libro con la impresión de haber conocido lo que ellos vieron. Juzgue el lector la descripción de un nómada llamado Mohamed al Auf, hecha por Wilfred Thesiger en su libro Arenas de Arabia: “Tenía un rostro hermoso. La piel y la carne habían sido modeladas sobre huesos fuertes; los ojos, muy separados, eran grandes y tenían extrañas manchas doradas en la pupila; la nariz, recta y corta, la boca generosa. Llevaba un delgado bigote y algunos pelos diseminados en la barbilla, partida por un hoyuelo. El pelo, largo y ondulado, le caía suelto sobre los hombros.”
Huy! Me enamoré de Al Auf como sólo nos enamoramos de los héroes de ficción, pero este sujeto sí existió, era un guía extraordinario y le decían Al Auf (el malo) aunque era lo máximo, para no encelar a los djinns , envidiosos. Arenas de Arabia fue publicado en 1959, está lleno de fotos imponentes y nos descubre un mundo inaudito.
Wilfred Thesiger |
Por eso, ingenua de mí, cuando vi el libro de Elizabeth Gilbert Come, reza y ama: el viaje de una mujer en busca de todo, por Italia, India e Indonesia, lo compré. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar por la página cien que estaba leyendo un libro de autoayuda, lleno de recetas New Age, disfrazado de crónica de viajes.
Me explico: Gilbert emprendió sus expediciones después de un divorcio operístico, lleno de jalones, y un affaire desdichado con un guapo llamado David que la dejó sin ganas de vivir. Como lo único que se le antojaba entonces en el mundo era aprender italiano, le pidió un adelanto a su editor, un adelanto que le alcanzara para vivir un año viajando mientras tomaba notas para el libro que entonces tenía yo en las manos.
Me puse verde de envidia: ¡un adelanto que alcanzaba para vivir un año en Europa y Asia! Los adelantos que yo he pedido, cuando me los han dado, han pagado la renta de un mes en mi ciudad, sin incluir alimentos o transporte.
Y envidias aparte, Gilbert tiene el poder de observación de un topo. Cuando estaba en medio del divorcio, ocurrió el 9/11 y ella vivía en Nueva York. Apenas si menciona el derrumbe de las torres, la muerte de miles de compatriotas, la guerra. Lo importante era que el hombre se negaba a darle el divorcio.
Cuando por fin se lo da, ella lo atribuye a este estrafalario método: le escribe una carta a Dios, la firma y añade a su nombre los nombres de todos aquellos que ella piensa que apoyarían su petición. Entre ellos, mire nomás, San Francisco de Asís, quien estaría, creo yo, más interesado en apoyar a los deudos de los muertos en Nueva York y en Afganistán, y la madre Teresa de Calcuta, quien no creo que aprobara el divorcio de nadie. La lista incluye al Dalai Lama y a Juana de Arco. Sería chistoso, si no fuera porque Gilbert considera que de verdad funcionó.
Como si no bastara, Gilbert, en su búsqueda incluye ni más ni menos la trascendencia espiritual, pesquisa noble si las hay, pero que ella emprende armada con un ego del tamaño del universo, obstáculo grande para esas cosas según las autoridades de todas las religiones.
Aparte de la mezcla indiscriminada de ideas a medio cocer, Gilbert ofrece soluciones fáciles para la depresión, la soledad, la falta de seguridad y otras catástrofes, adobadas, lo reconozco, con humor y oído para los diálogos. Pero eso no basta para escribir un libro de viajes. El suyo debió titularse, Come, reza y haz millones: la búsqueda de un bestseller por medio de medidas espurias para darle sentido a la vida. Y yo me hubiera ahorrado el disgusto.
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