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Antonio Machado: poesía perdurable
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NASOS VAYENÁS
Rafael Escalona, gran maestro vallenato
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Ricardo Piglia la alegría del lenjuage
RODOLFO ALONSO
Manuel Scorza: réquiem para un hombre gentil
RICARDO BADA
Charco de tormenta
SALVADOR CASTAÑEDA
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ALBERTO RUZ Y LOS MAYAS
RAÚL OLVERA MIJARES
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Los antiguos mayas,
Alberto Ruz Lhuillier,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2006.
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Nacido en París en 1906, muerto en Montreal en 1979 y con una larga permanencia en México, el antropólogo Alberto Ruz Lhuillier, además de caberle el honor de encontrar en 1951 la tumba del Templo de las Inscripciones en Palenque, es autor del pequeño y valioso volumen, Los antiguos mayas (1981), donde no sólo registra sus opiniones sino las de algunos de los estudios más conspicuos del fenómeno maya, un opúsculo en que se propone cubrir el otrora vasto territorio dominado por las lenguas mayenses, que comprende los actuales estados mexicanos de Yucatán, Quintana Roo, Campeche, Chiapas, Tabasco, además de vastas extensiones de Guatemala, Honduras, Belice y El Salvador. Para efectos arqueológicos, no se considera sino cultura maya antigua aquella que presenta una escritura jeroglífica definida, cierto tipo de calendario y, en la arquitectura, hace empleo del llamado arco falso. Dicha delimitación excluiría los altos de Chiapas y vastas zonas de Guatemala, ocupadas por los quitchés, kekchíes y kakchiqueles, sin mencionar a los lencas de Honduras y El Salvador.
En general, se cree que los vestigios más remotos de la cultura maya pueden rastrearse hasta cierta zona del actual Petén guatemalteco, no lejos de donde ahora yacen los restos de Tikal. De ahí la migración se dirigió hacia el norte y hacia el oeste, hasta ocupar toda la península yucateca y avanzar más allá, hacia Campeche y Tabasco. Los mayas, como cualquier otro pueblo civilizado de la antigüedad, estaban lejos de proceder de un origen genético único. De las primeras especulaciones acerca de la supuesta braquicefalia de los mayas, se pasó a constatar que, entre las poblaciones de los altos de Guatemala, eran comunes los individuos de cráneos alargados. Es innegable que hubo un mestizaje y grande, entre los diversos grupos indígenas.
El enigma, ese halo de especulación gratuita que ha signado la historia de los estudios mayas, ha comenzado a desvelarse poco a poco. Desde que fray Diego de Landa escribiera su Relación de las cosas de Yucatán (1566), donde ofrecía una equivalencia de los signos mayas respecto del alfabeto latino, tras haber sido el responsable de la destrucción de innúmeros códices, como cosas malas y del demonio, hasta los últimos desarrollos en el desciframiento de la escritura, con las aportaciones tanto de rusos como de germanos, se ha cubierto mucho terreno, aunque no se ha llegado a resultados concluyentes, salvo con los números y el calendario, como en el caso de la escritura nahua.
Aún no está claro cómo fue posible el surgimiento de aquellos centros urbanos en medio de la selva. Si se supone que la única forma de agricultura que conocían los mayas era la de roza, es decir, la quema de tramos de bosque que tan sólo daban tierra fértil por poco tiempo y luego había que buscar otros parajes e igualmente devastarlos. Hoy día, valiéndose de teorías varias y auxiliándose de las observaciones por medio del satélite, se especula que existieron canales de riego, al menos en ciertas zonas aledañas a las grandes ciudades. Es mucho lo que hay que seguir explorando de este pueblo magnífico y misterioso, uno de los más brillantes en la historia de Mesoamérica y, ciertamente, en la historia de la civilización humana en su conjunto.
VEJEZ Y VEJACIÓN
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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El año de la rebelión por la democracia,
Eduardo Valle,
Océano,
México, 2008.
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Los veinte años después del tango de Gardel y de la novela de Dumas suman los cuarenta que, en octubre de este año, cumple el genocidio/rebelión/masacre estudiantil de 1968, y asimismo el ominoso silencio en que la voz oficial ha mantenido la dimensión real de los hechos; y, ya no digamos, son los mismos años que los responsables del asesinato de los estudiantes involucrados en el levantamiento/revuelta/motín siguen gozando de la impunidad que ha favorecido, asimismo, a los orquestadores del 10 de junio del 71, del asesinato de Manuel Buendía, de los muertos en Acteal y de otros atentados contra el pensamiento disidente y la manifestación pública y la denuncia del envilecimiento social que, gobiernos van y vienen, ha sido la actitud natural de la clase en el poder: sobreseimiento y taparle el ojo al macho y aquí no ha pasado nada, con esa enorme confianza que da el paso del tiempo a quienes apelan a él como el único argumento con el que cuentan frente a la obligación moral de esclarecer los hechos.
El libro de Eduardo Valle que –hasta ahora– ve la luz, no se quiere conmemorativo ni pretendió nunca travestirse de algo diferente de lo que es: un trabajo serio, un documento histórico preparado por un grupo de investigadores coordinados por el autor y que, en su momento, se presentó a la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Politicos del Pasado con el fin de que se diera a conocer y con el especial cuidado de que, en caso de diferencias de forma o contenido, se discutieran los cambios pertinentes. Hay que decir que el texto es inapelable: perfectamente organizado, sustentado en datos de primera mano, en fuentes oficiales, en informes conocidos o avalados por diversas instancias jurídicas que han tenido acceso a ellos durante cuarenta años: pelos y señales de un acontecimiento larga y tendidamente desatendido, menos por “ciegos criterios burocráticos”, como bien sospecha el autor, que por el Escila de la aludida desfachatez de dejarlo todo como está y el presumible Caribdis, dados los tiempos que corren, de no dañar , oficioso eufemismo, la imagen de un ejército que se ha vuelto la punta de lanza, el cuerpo ideológico y la retaguardia política del gobierno actual.
Pero no se trata sólo de castigar culpables, cobrar deudas atrasadas o denunciar lo muchas veces denunciado con mayor o menor éxito. El libro no pretende un “yo acuso” legible desde ninguna causa política ni demostrar la ineptitud de ningún gobierno de los últimos cuarenta años, visto que eso a todas luces se advierte sin necesidad de mirar tan lejos. El año de la rebelión por la democracia encarna, más bien, el sentido mismo de lo que las instituciones han sido y son capaces de hacer con los responsables de las masacres: encubrirlos/enmascararlos/vaciarlos de toda culpa. Echeverría es nuestro Pinochet: la vejez no los disculpa de la vejación, pero el sobreseimiento de la causa penal en contra del primero (que incluye a varios funcionarios más y a cuyo texto completo se puede acceder, anota el libro, en www.oceano.com.mx/causapenal.htm.), es una de esas enormes rocas en la vida política del país que el puntualísimo documento de Eduardo Valle ha tenido la valentía y la tenacidad de describir con lujo de detalles.
UN ARGENTINO UNIVERSAL
JUAN DE MARSILIO
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Poesía junta (1952-2005),
Rodolfo Alonso,
prólogo de Juan Gelman,
Alforja,
México, 2008.
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“Vivir es rotundo”, dice Rodolfo Alonso en un poema de “Señora Vida”, libro de 1979. Si algo caracteriza desde un principio la poesía de este argentino universal, es un rotundo amor a la vida que no cesa ni siquiera al inventariar la parte amarga del mundo, incluso en sus poemas del presente siglo, muchos de ellos duros, sufrientes, azorados, pero ninguno vencido.
Desde “Salud o nada”, de 1954, cuando era el más joven de la revista de vanguardia Poesía Buenos Aires, su obra ha evolucionado en muchos sentidos, sin perder la seña de identidad. Este proceso ha sido acompañado por un progresivo refinamiento conceptual y musical, como también en las metáforas y comparaciones. Pero esta sutileza, lejos de mermar la contundencia del discurso poético, la aumenta. Vaya para ejemplo, “Bajo la paz del tilo”, de El arte de callar (1995-2002): “Da tinte al tiempo con su temple el tilo, / con tanto tino, con ternura tanta, / que todo se estremece, toma aliento. // Titila el tilo, tras de la tormenta.” Puede oírse –y verse y razonarse– el ajuste perfecto entre lo sonoro, lo plástico y lo conceptual.
Desde su poesía juvenil Alonso trabaja, con energía y lucidez, un tema fundamental: la afirmación belicosa de la vida sobre la muerte, con el amor por arma principal en la batalla. Esto se complementa con un trabajo de indagación estilística que en ninguna de sus variantes renuncia a la claridad del decir.
En su primer libro escribe que “la muerte ha de morir”. No es que postule una existencia de ultratumba. Vivir para dejarle a la muerte “un recuerdo rayándole la cara”, hace que la vida, aunque fugaz, valga siempre la pena. La clave es el amor, el sentimiento es invencible, incluso si duele, fracasa o concluye. Pero también desde el principio, tan aguerrida como consciente de la maldad y el horror que enfrenta, se eleva la presencia del amor en su dimensión solidaria, social. En “Libre libres”, de Salud o nada , escribía: “yo los invito / a pasear el amor entre los indiferentes / su color sin moral su altar en armas / su identidad feroz que inauguran los niños”.
Sin abdicar de la fe en la vida y en el amor, los poemas de la última sección, todos compuestos en este siglo, muestran el dolor del futuro que no fue.
MORELOS: EL CANTO DEL AMATE
RICARDO VENEGAS
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Canto de amates,
antología de poetas morelenses nacidos en los 80,
Alejandro Campos y Ricardo Arce, compiladores,
Acá las Letras Ediciones,
México, 2008.
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Tal vez sea Sergio Mondragón con la publicación de El aprendiz de brujo (1986), el poeta y escritor más reconocido de Morelos. A finales de los años ochenta se traza el mapa de escritores que hoy conforman la pequeña y fragmentada comunidad literaria de Morelos. Los talleres impartidos en el Instituto Regional de Bellas Artes por escritores como Hernán Lara Zavala, Poli Délano y Enrique Espinoza dan testimonio del trabajo constante que en Morelos se ha realizado. Esta labor de impulsar a escritores jóvenes que trabajan con seriedad sus textos a través de una guía de taller fue llevada a cabo por escritores de resonancia nacional como el desaparecido Ricardo Garibay, Héctor Gally, Francisco Hinojosa, José Agustín y Luis Francisco Acosta. Es así como muchos escritores jóvenes, oriundos y radicados en la “eterna primavera”, comenzaron a escribir apostando por el rigor de lo poco que les antecedía.
Hoy es digno de celebración que aparezca una antología de jóvenes poetas: Canto de amates, 2008, que conjunta el trabajo de los que ya cuentan con voz propia. Uno puede preguntarse: ¿por qué lo edita una editorial independiente y no las instituciones culturales encargadas de ello en Morelos? –o sea, las que se gastan el presupuesto en otras cosas. La pregunta revela las carencias de funcionarios que la poesía, y por ende los poetas, han tenido que soportar en un estado donde la cultura es promover a creadores del exterior sin ver a los que aquí habitan, donde se impulsa estudiantinas y ballets (como si el baile desvaneciera la ignorancia). Adolecemos una cultura populista (sensibilidad panista) que no fomenta la crítica sino el conformismo. En medio de la barbarie que le llama “inquietud” o “pensamiento” a la poesía, germina la más reciente promoción de poetas morelenses, la de los ochenta. Elizabeth Delgado, Afhit Hernández, Salvador García, Alejandro Campos y Ricardo Emmanuel Arce declaran la continuidad de la tradición con sus poemas. Conocidos en la entidad y en otras latitudes, este grupo importante apuesta por lo que en Colombia el periódico cultural El Aguijón usa como eslogan: “La poesía no se vende porque no se vende.” La poesía contradice al tiempo y avanza contra un mercado para el cual escribir poemas es ser improductivo, lo sabe Sergio Mondragón (1935), el poeta mayor que ha dado Morelos: se escribe “como quien sale de la niñez y entra en el bosque...”.
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