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Ricardo Piglia la alegría del lenjuage
RODOLFO ALONSO
Manuel Scorza: réquiem para un hombre gentil
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Ricardo Piglia la alegría del lenjuage
Rodolfo Alonso
Pudo haber parecido un gesto quijotesco y, por lo tanto, destinado al fracaso. Sin embargo, la encendida defensa de la poesía con que el celebrado ensayista y narrador argentino Ricardo Piglia inauguró la reciente Feria del Libro realizada en Buenos Aires, no sólo fue exaltada por los mismos medios gráficos y audiovisuales que hace rato han expulsado minuciosamente a la poesía, sino que hasta se llegó a afirmar haberle visto, casi de inmediato, supuestas consecuencias favorables. Lo que no deja de ser contradictorio: ¿si fuera tan fácil remediar la situación de la poesía, por qué resultaría necesario defenderla?
La poesía, entre tanto, no apenas como género sino como meollo mismo del arte de la palabra, de la gran literatura hoy casi ausente, ha dejado de ser testimonio o bandera y se refugia, a la defensiva, acaso en sus últimos bastiones. Fue el mismo Piglia quien dictaminó, en Encuentro del bosque (Sudamericana, 1993): “A mi juicio la literatura es un ejército en retirada que ha sufrido una derrota y le queda una vanguardia, que es la única que lucha tratando de resistir a ese ejército que avanza para liquidar a la literatura como un espacio posible de circulación de lo que hoy llamamos social.” Lo que acaso no se animó a decir entonces Piglia es que eso no se llama vanguardia, que es siempre la de un ejército a la ofensiva, sino más bien destacamento suicida, el que ofrenda su vida para cubrir la retirada de sus compañeros derrotados. Y tengamos en cuenta que no se estaba refiriendo a la poesía sino a la narrativa, aún el género dominante, dentro de los límites de la situación.
Los problemas que afectan la calidad y la exigencia, la expresión y la circulación, la existencia social y cultural de la poesía, no son simplemente los de un género literario. Sino que son consecuencia de carencias y tensiones en los más insospechados dominios, incluso políticos y socioculturales. Y el mexicano
Octavio Paz, en un reportaje para Le Nouvel Observateur, poco antes de morir pudo afirmar a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”
Al finalizar la segunda guerra mundial se extiende sobre el planeta la sociedad de consumo, que iba a masificar radicalmente los gustos y ansiedades de la comunidad. Esa nueva cultura se ha impuesto y, valiéndose de los adelantos tecnológicos, ha producido una conmoción espiritual tan grave como irreparable. Después de miles de años de civilizaciones de las cuales fue el centro, me duele anunciar que el lenguaje ya no será el eje.
Pero la poesía es “la alegría (la dicha) del lenguaje”, como sabía Wallace Stevens. Y no se trata hoy de que la poesía no circule o se escriba mala poesía, sino que eso es síntoma evidente de que los hombres están abandonando algo que les dio umbral y futuro: su espontánea capacidad de creación de lenguaje vivo. Lo supo Michel Butor, hacia 1963: “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” Y algo había entrevisto poco antes w. h. Auden: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos.”
En el siglo XXI podemos lamentar que un pueblo como el árabe, por ejemplo, ya no necesite inventar diez mil palabras diferentes para decir simplemente “caballo”. Esa riqueza orgánica, en ebullición, latente, que es una lengua humana viva, cualquiera sea su alcance, está hoy gravemente enferma y hasta en peligro de extinción. Por si fuera poco, nos queda la reflexión de ese Octavio Paz al que los seudo liberales de ahora parecían rendir culto, pero de quien prefieren olvidar esto: “Porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica.”
Debo confesar que el más límpido indicio de esperanza sobre el porvenir de la poesía no me llegó de los libros o del medio intelectual. Fue por boca de una legítima mujer del pueblo, la humilde y entrañable anciana noblemente indígena que cuidaba el baño de la Casona de los Siete Patios, en uno de esos realmente pueblos mágicos de México, Pátzcuaro, cuando al preguntarle si no prefería trabajar allí pero en otro sitio, me contestó, en un lenguaje tan caudaloso y rico que nunca olvidaré: “No, no lo haría, porque si trabajara aquí me pondría sombreada y enojona.” ¿Cuántos autodesignados poetas de hoy somos capaces de semejante limpidez, semejante intensidad y tal hondura? ¿De alcanzar esa densidad, ese timbre, ese tono del lenguaje, que siempre fue de todos y de uno, único y general, íntimamente personal y, al mismo tiempo, ineludiblemente colectivo?
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