| Portada Presentación Bazar de asombrosHUGO GUTIÉRREZ VEGA
 Antonio Machado: poesía perdurableALEJANDRO MICHELENA
 Explanations of loveNASOS VAYENÁS
 Rafael Escalona, gran maestro vallenatoentrevista de JUAN MANUEL ROCA y MARCO ANTONIO CAMPOS
 Ricardo Piglia la alegría del lenjuageRODOLFO ALONSO
 Manuel Scorza: réquiem para un hombre gentilRICARDO BADA
 Charco de tormentaSALVADOR CASTAÑEDA
 Leer Columnas:La Casa Sosegada
 JAVIER SICILIA
 Las Rayas de la Cebra
 VERÓNICA MURGUíA
 Bemol Sostenido
 ALONSO ARREOLA
 Cinexcusas
 LUIS TOVAR
 Corporal
 MANUEL STEPHENS
 El Mono de Alambre
 NOÉ MORALES MUÑOZ
 Cabezalcubo
 JORGE MOCH
 Mentiras Transparentes
 FELIPE GARRIDO
 Al Vuelo
 ROGELIO GUEDEA
 
 DirectorioNúm. anteriores
 [email protected]
 |  | De lugares, amores y soledades (II Y ÚLTIMA)En medio de los trayectos a pie en los que hemos de ver afanado a Juan, éste se detiene en una cabina telefónica y hace una llamada. No es la suya una voz alterada, como cabría esperar de alguien que recién colisionó al volante de un vehículo; tampoco es la suya la actitud de quien se encuentra preocupado por las consecuencias, tanto materiales como de otra índole, que puede acarrearle dicha colisión accidental. De esta manera, con semejantes parsimonia y fatalidad con que la luz y el calor del sol van incrementándose mientras el tiempo diegético transcurre, como quien no quisiera la cosa Fernando Eimbcke comienza a deslizar ciertos elementos narrativos que, poco más adelante en el filme, darán testimonio de su peso específico en la trama y que, tal vez, podrían definirse como inequívocamente tácitos o tácitamente inequívocos, verbigracia: que Juan haga una llamada telefónica después de haber chocado no tiene nada de extraño, pero sí lo tiene, de extraño y de anómalo, aquello que él escucha. Comienza entonces a establecerse, adueñándose del espacio y del tiempo, la primera de las muchas soledades que pueblan Lake Tahoe, es decir, la del propio Juan que ha llamado a casa para avisar, con un laconismo que pareciera inadecuado a la situación, lo que acaba de sucederle. La bocina del teléfono le responde con una noticia cuyo inicial aspecto anodino pronto se transformará en la evidencia concreta, entre otras anomalías, de que su madre ha decidido incomunicarse, aislarse del mundo, estar sola también.  
  
    |  Escena de Lake Tahoe |  Hilo de media: a partir de este punto, los recorridos de Juan lo llevan a trabar contacto –decir “conocer” sería exagerado– con una retahíla de seres tan solitarios como él: un viejo mecánico automotriz cuya única compañía es un perro enorme; una madre soltera tan joven que uno bien podría imaginarla no con un bebé sino con una Barbie en los brazos; un joven mecánico que se considera a sí mismo algo así como la reencarnación yucateca de Bruce Lee... Al lado de ellos –decir “en compañía” también sería una exageración–, inopinadamente Juan funciona como la válvula de escape para que cada uno vuelque siquiera un poco de aquello que prodigarían frecuentemente, en caso de no estar tan solos, y que sin forzar demasiado las interpretaciones bien podría ser definido como amor, o al menos como uno de sus infinitos sucedáneos. En el momento menos pensado Juan ya está haciendo lo que le piden, posponiendo al mismo tiempo su propio asunto. Ni siquiera entonces puede Uno advertir en su semblante algo parecido a la prisa o el ansia, pero mientras las tareas se le multiplican a un Juan de todos modos no atribulado, Uno colige que no se trata de una pose cool  ni nada por el estilo; Uno intuye que los de Juan son problemas bastante más graves importantes irresolubles densos que los derivados de un automóvil que, luego de uncir su cuerpo de metal a un poste de electricidad, no quiere arrancar.  Como si el tiempo fuera deteniéndose hasta alcanzar la inmovilidad, o como si a cuadro estuvieran materializándose unos versos de Jaime Sabines que dicen: “yo soy el tiempo que pasa/ es mi muerte la que va/ en los relojes andando hacia atrás”, Juan atraviesa la pantalla, atraviesa la mañana y atraviesa también por los estados de ánimo de todos aquellos con los que interactúa. De cada uno de ellos, especialmente de su hermano menor y de su madre –tanto o más solitarios que el propio Juan–, éste toma algo que, de modo telúrico e inconsciente, le permite seguir andando hacia adelante para que la muerte de su padre camine hacia atrás, por fin los suelte, les permita estar sin trabas –de lo cual el automóvil chocado es la primera metáfora– sobre la superficie de una tierra que ni los rechaza ni los invita ni los expulsa ni hace nada distinto a saberlos parte de ella misma, intrínsecos o consustanciales, como lo son los árboles o los postes. La ausencia del padre, detonador prediegético de la historia, naturalmente funciona como desconstructor de la realidad que era y ya no es, aquella simbolizada por el recuerdo de un viaje familiar, del cual quedan, en ese orden, una bastante kitsch  estampa autoadherible, un recuerdo que va deslavándose y una pregunta que es interludio de la cohesión por venir: ¿te acuerdas de Lake Tahoe  Entre muchos otros reconocimientos, Lake Tahoe  obtuvo el premio Alfred Bauer, llamado así en memoria del fundador de la Berlinale , así como el premio de la crítica internacional FIPRESCI, también en Berlín.  |