Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de septiembre de 2007 Num: 655

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Fontanarrosa: mucho más que un humorista
ALEJANDRO MICHELENA

Ruinas
TAKIS VARVITSIOTIS

El otro regreso de José Gorostiza
EVODIO ESCALANTE

Michelangelo Antonioni: Blow Up de ida y vuelta
RICARDO BADA

Actualidad de Antonioni
CARLOS BONFIL

Antonioni-Hancock. ’66 Blowup Jazz
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Los idiomas del poema
RICARDO VENEGAS Entrevista con EDUARDO CASAR

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
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Las copias

Hasta los propios ingleses reconocen la imprevisibilidad de la escritura de Caryl Churchill (Londres, 1938). Casi cada obra suya es un experimento formal en sí mismo, casi cada pieza representa la oportunidad para verter una alternativa distinta radical a un naturalismo que, por lo visto, le parece coartador y opresivo.

A tal grado se obsesiona Churchill con la forma que el trasunto de sus obras, al menos recientemente, se ha visto relegado relativamente a un plano menos protagónico. Ello no es poca cosa considerando que, desde su irrupción en la escena mundial con Nube nueve (1979), la Churchill se ha caracterizado por su defensa acendrada de ciertas causas y de ciertos sectores sociales; para más señas, la obra de marras, en la que se traza un paralelismo entre el colonialismo inglés y la guerra de los sexos a través de códigos como el travestismo y el cambio de géneros, la identificaron como autora feminista, algo de lo que no ha procurado desmarcarse. De allí a la fecha Churchill se ha ocupado de muchos temas, frecuentemente con una intención de denuncia, y ha erigido un edificio discursivo cimentado esencialmente en lo político y en lo social.

Si la autora ha conseguido evadir de alguna u otra forma el estancamiento ha sido en buena medida debido a esta inquietud por la exploración formal. Porque la proclividad temática persiste, pero cada vez la morfología se muestra más libre, menos dependiente de las leyes asociadas a la escritura escénica más convencional. Hace cinco años, la Churchill se decantó por abordar una cuestión cara a su capacidad para revisar críticamente las nociones de moral y ética. A Number , estrenada en el Jerwood Theatre de la Royal Court de Londres en otoño de 2002, suponía el repaso, a veces satírico, a veces decididamente furioso, a las causas y consecuencias de la clonación humana. Cinco años después de ese estreno británico, la obra llega al escenario del Teatro Helénico, traducida como Las copias , en versión al español de Antonio Castro y bajo la dirección escénica de Mario Espinosa.

El texto tiende vasos comunicantes con lo más fino de la dramaturgia contemporánea de los últimos cincuenta años: sus virtudes son las de algunas obras de Pinter, de Anthony Neilson, de Jon Fosse. La exposición de una forma de realismo alterado, el diálogo estilizado y elusivo, la derogación deliberada de la acotación del tiempo y el espacio, una trama cifrada que se desdobla de a poco y cuya construcción última es responsabilidad nuestra como espectadores. Se trata, en efecto, de un hábil discurso formal mediante el que se nos presenta la posibilidad de derrumbamiento de David (Luis Rábago), padre que recurre a la clonación más de una vez tratando de enmendar su pobreza espiritual y su egoísmo, confrontado a las muchas versiones copiadas de su hijo (Rodrigo Murray). Y se remarcan sus virtudes morfológicas porque la base es cuando menos frágil; pronto queda claro que la plataforma científica de la que en teoría abreva la obra no es tal, sino apenas un cúmulo de información cientifista que funciona como un marco tenue para enmarcar una denuncia de la manera en que las tecnologías de la vida moderna nos hacen evadir cuestiones esenciales. Las relaciones padre-hijo, la irrupción del pasado oscuro en un presente sostenido con tachuelas, las muchas formas del egoísmo, son algunos de los asuntos que Churchill aborda. Quizás sean demasiados y hagan ver lo que ella entrega como su eje principal (un estudio de la identidad, una puesta al día del mito de Fausto) como un pretexto desdibujado y tenue.

Mario Espinosa construye su puesta centrándose en las nociones de acumulación y repetición, tan caras a la dramaturga, y trabaja por ende en una caracterización actoral que diferencie clara y orgánicamente, sobre todo en el caso de Rodrigo Murray –que incorpora a las múltiples copias de una misma persona–, cada intervención. Murray lo consigue sólo hasta el final, cuando literalmente se mete bajo la piel de un anodino padre de familia; antes su diferenciación se tambalea merced a una gestualidad externa, impostada. Luis Rábago se convierte en un padre autoritario, egoísta y voluble; es un poco el padre de todos nosotros y es un poco la perversidad personificada, en otra interpretación notable. Por esto, por el ímpetu de Murray como actor y productor y la pulcritud escénica de Mario Espinosa es que el montaje encuentra su sentido y su viabilidad.