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Foto: Walt Disney con muñecos de Mickey Mouse, 1930. AFP/ Getty Images |
El interminable éxito de Disney
Alejandro Michelena
Su estilo –ese dibujo amable y de trazo dulzón– es un elemento ineludible en nuestro horizonte cultural. En todos los rincones del mundo, las figuras del Ratón Mickey, del Pato Donald y sus sobrinos, de Tribilín y el Tío Rico Mac Pato, fueron iconos familiares de la infancia.
Lo que nadie puede negarle al creador del famoso Ratón Mickey es talento. De haber carecido de esa cualidad no le hubiera sido posible renovar, en los años veinte, los criterios formales del entonces incipiente dibujo animado. Esto es comprobable sobre todo en las primeras series de Mickey, aquellos cortos donde la relación entre música, movimiento y formas resultó un hallazgo –toques surreales incluidos– que sintonizó al joven Walt con la vanguardia artística de la época.
Promediada la década de los treinta, ya cimentado su prestigio mundial, se lanza a producir largometrajes. En 1937 se estrena Blancanieves, donde inicia un proceso que algunos de sus críticos más duros consideran un retroceso. Ellos estiman que Disney, a partir de este filme, tiró por la borda sus hallazgos primigenios, conformándose de ahí en más con un tratamiento conservador y complaciente; concretamente: dejando de lado recursos específicos del dibujo animado para remedar la imagen realista de la literatura y el cine más convencional.
Para otros analistas, sin embargo, esta película tiene méritos destacables: trasmite al gran público –sin vulgarizarlos– recursos que habían sido audaces en el arte plástico diez años antes; revitaliza –respetándolo estrictamente– uno de los relatos tradicionales más significativos (en lo antropológico y psicológico) de los recogidos un siglo antes por los hermanos Grimm.
La serie de largometrajes exitosos que Walt Disney controlaría en forma directa, culmina en el final de los años cuarenta con Fantasía, exigente y ambiciosa realización donde vuelve a su idea juvenil de integrar música y movimiento. Fue una apuesta compleja, que incluso tuvo entre sus fuentes de inspiración –en los aspectos formales y estéticos– a las últimas grandes películas del director soviético Sergei Eisenstein.
NO TODOS FUERON BRILLOS
La otra cara del asunto es la propuesta convencional, conservadora, moralizante, de estas producciones. No es casual que el estadunidense medio haya sido y sea todavía hoy tan afecto a la cosmovisión Disney: complacencia con el statu quo reinante, marcado anticomunismo, propuesta del individualismo como ideal.
A partir de 1950, Walt Disney dejó totalmente la creación y hasta la producción concreta de las películas que fabricaban sus estudios, transformándose en un genio del marketing que supo explotar muy bien su fama. Fue el tiempo de la creación de Disneylandia, y de ese desmesurado mercadeo mundial con sus personajes más conocidos a través de juguetes, ropa, posters, historietas, vasos, platos, relojes, y tantos objetos rituales más. La fortuna del viejo Walt fue así en aumento estratosférico, al mismo tiempo que decaía el nivel de lo que realizaba su compañía.
Desde hace décadas, cada año millones de personas en todas partes llevan religiosamente a sus niños a ver las producciones del sello Disney. Lo que no tiene diferencia con alimentarlos en un MacDonald o saciarles la sed con Coca Cola.
Nada queda del innegable talento de aquel muchacho que una noche de mil novecientos veintitantos –cuando todavía no era rico, ni famoso, ni conservador– creó el personaje de un ratón que bautizó Mickey, y que iba a ser el comienzo de una fecunda tarea de creación que mantuvo su vitalidad genuina a lo largo de dos décadas.
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