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De lugares, amores y soledades (I de II)
En Lake Tahoe (2008) –que tal es el nombre del segundo largometraje de Fernando Eimbcke– los personajes están, parafraseando a Dylan Thomas, solos entre una multitud de amores o, para decirlo con mayor precisión, exactamente al revés: están amando entre una multitud de soledades.
No es casual, en ese sentido, que la historia narrada tenga como marco los extensísimos, interminablemente horizontales paisajes que la península de Yucatán tiene por costumbre ofrecer a la vista. De nuevo por aquella dylanthomasiana causa –pero no sólo por ella, pues hay otras–, tampoco es simple coincidencia, ni mucho menos hallazgo fortuito, que dicho paisaje ejerza en el filme una función que va mucho más allá de lo decorativo. Aprovechando la circunstancia feliz de ser a un tiempo realizador y guionista del filme, Eimbcke –director que se hizo de una inmediata buena reputación con Temporada de patos, su primer largometraje de ficción– optó por no asignarle tarea ninguna a los imponderables. Así pues, no es el azar quien dicta la participación del entorno físico en una trama que, de manera tan sutil que por momentos dicho fenómeno pareciera no estar sucediendo, se envuelve en el paisaje hasta dar, en más de un instante, la impresión de ser parte del mismo; una parte cualquiera, de apariencia nimia, posiblemente sin trascendencia alguna; parte de un paisaje tan abierto como los planos cinematográficos con los que abre la película: érase una vez una ciudad yucateca, no es fácil ni inmediato determinar cuál y, en última instancia, el nombre importa bastante poco. Érase, pues, una ciudad yucateca que no pareciera poseer muy grandes extensión y número de habitantes. No lo es, pero constantemente pareciera una de esas poblaciones casi anónimas que salpican el sureste mexicano –como también salpimentan otras regiones del país y del planeta–, que no retan a las nubes edificando construcciones más inanes que la torre de Babel; que disponen del espacio territorial con sabiduría generosa: ¿para qué levantar pisos y pisos, uno encima del otro, si aquí el horizonte alardea su vocación de infinito?
Érase, entonces, esta cualquier ciudad yucateca, llamada Mérida como podría haberse llamado de cualquier otra manera, en la que el adolescente Juan (Diego Cataño en un desempeño actoral sobresaliente) aparece no de súbito, no de manera subrepticia a ocupar el cuadro, sino más bien distinguiéndose apenas, convirtiéndose de a poco en un elemento distinguible del resto del paisaje pero sin dejar de ser parte del mismo. Juan va detrás del volante de un automóvil que circula temprano por la mañana en una calle desolada. Juan choca contra un poste y, con todo y ser ésa la actancia de toda la trama, ni siquiera eso parece suficiente para que a la parejura del ambiente le salga un chipote. Sólo por comparar, recuérdense las muy cargadas tintas del choque automovilístico que anuda las tres historias de Amores perros: tan justificadas son, en función de la historia que se cuenta, el vértigo, la velocidad, el arrebato y la histeria en este accidente vehicular, como lo son la especie de parsimonia o aletargamiento con los que el coche de Juan va y le planta un beso algo excedido de fuerzas a aquella pila de concreto vertical. No hay, en decenas y decenas de metros a la redonda, otro vehículo automotor, bicicleta o transeúnte, que permitieran pensar en algún altercado encuentro desencuentro atropellamiento colisión. Nada: Juan va, choca y eso es todo. Desciende del auto para mirar el estropicio y tampoco entonces hay, al menos aparente, un solo cambio en su estado de ánimo. No hay patrullas ni miedo de que se aproxime alguna. No hay curiosos. Sólo Juan y el carro, que para todo esto no quedó demasiado mal.
A partir de este punto, poco más que inicial en el filme, la idea que comienza a colarse por los ojos está definida por el vocablo “fatalidad”, puesto que fatalmente o, dicho con mayor precisión, como si tuviera una conciencia absoluta, un convencimiento pleno y la sabia convicción personal de que ciertas cosas hay que hacerlas porque hay que hacerlas, Juan comienza a buscar quién lo ayude a echar a andar su auto. Lo vemos entonces caminar, atravesar el cuadro de derecha a izquierda, en lo que, considerando los planos panorámicos previos, se adivina ha sido una bastante prolongada travesía. Ni una palabra ha sido pronunciada; apenas pueden escucharse, con una claridad que puede resultar dolorosa, y parafraseando a Simon & Garfunkel, los sonidos de un silencio que pesa y que, como el sol que no tiene pensado detener su ascenso, pareciera querer aplastarlo todo hasta dejarlo inmóvil.
(Continuará) |