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Hugo Gutiérrez Vega
EL EDÉN SUBVERTIDO (IV DE VII)
“La dualidad funesta” recorre la mayor parte de su poesía. Sobre ella son frecuentes los testimonios irónicos, la burla un poco reticente de las obsesiones que lo asfixiaban: “Mi ángel guardián y mi demonio estrafalario, desgranando granadas fieles, siguen mi pista”, o de otra manera: “Dios que me ve/ que sin mujer no atino/ en lo pequeño y en lo grande/ dióme de ángel guardián,/ un ángel femenino.”
Me pregunto cómo serían los días de López Velarde en Ciudad de México. Pienso en el trabajo rutinario, en las clases de literatura, en sus lecturas, las tertulias (en casi todas las fotos de grupo se ve un poco alejado de los demás, vestido de negro, el bigote bien recortado y una mirada posiblemente triste. Sin embargo, aseguran sus críticos que era todo menos tímido), los teatros, los burdeles, las tardes de las “consabidas náyades arteras” y las horas de escribir, corregir y escribir de nuevo, hasta que el poema encontrara su rostro. Desde el primer libro, los críticos no hallaron la forma de asir, definir o encasillar, celebrar o atacar una poesía rabiosamente personal que mucho tiene que ver con la cultura católica, con algunos clásicos, con Francis Jammes, Lugones, Laforgue, Herrera y Reissig, Díaz Mirón, Othón... Romántico sin avergonzarse de serlo, modernista a su manera, creador de palabras, a veces descuidado e ingenuo, dueño de sus formas con una maestría nacida de su conocimiento del fenómeno poético, pero también de un misterio que sólo explican una sensibilidad extrema y una orginalísima elegancia, inaugura la poesía moderna de México, y sigue presidiendo, con su natural comedimiento, la vida de nuestra poesía.
El mismo Julio Torri, maestro y descubridor de perfumes esenciales, aunque celebra la aparición de La sangre devota con gran entusiasmo y lo saluda como “nuestro poeta de mañana”, tal vez por razones de espacio no dedicó en La nave toda la atención que el libro merecía, privándonos así de una reseña que, sin duda, hubiera podido iniciar a profundidad el estudio de la obra de López Velarde.
Me pregunto cómo eran los treinta y tres años de nuestro poeta muerta ya Fuensanta en la ciudad que “estaba dentro del más bien muerto de los mares muertos”, ido su amigo del alma, Saturnino Herrán, y trabajando en su bufete de la avenida Madero. Lo que viene después es la madrugada del 19 de junio de 1921, la neumonía y la pleuresía, la asfixia y la despedida escrita por Tablada en agosto y desde Nueva York, en donde se avizora la genialidad de la poesía del padre soltero: “Por los poemas que con miel de flores amasó tu alma –monja en penitencia– y como los monjiles altares huelen a mirra y saben a indulgencia.” (Esto equivale a la lengua de los poetas persas celebrada por otro poeta mayor, Jorge Luis Borges, quien decía de memoria los poemas de López Velarde, al igual que Neruda, Asturias, Alberti, Lezama, Gabriela Mistral y muchos, muchos más).
Quisiera pedirles paciencia, pues voy a intentar (lo hice en otro tiempo y cuando mi entusiasmo me llevaba a cometer algunos excesos) una exégesis de algunos aspectos de la obra de madurez poética de nuestro joven decano. Una larga madurez poética, una breve madurez física. Me refiero al momento en el cual ya había madurado sus conflictos internos. De su búsqueda erótica, aunada a la certeza de que todo acabará, brotaron las palabras apenas hechas, la audacia verbal, las metáforas precisas y resplandecientes, la resignada ironía y la inmensa capacidad de describir todo lo que contemplaba mediante la observación de los lugares interiores que la misma observación iluminaba. Su apego a los principios simbolistas lo inclinó a decir que “la única originalidad poética es la de las sensaciones”. Su poesía formaba parte de su vida (Ungaretti presentó su primer libro diciendo que era “una bella biografía”), daba testimonio y poco a poco iba encontrando la forma necesaria para realizarse plenamente. Algunos afirman que la muerte malogró su obra. Esto es cierto sólo en parte, pues ya había escrito lo fundamental de su poesía en el momento de su partida.
Todo lo intentó y logró en buena medida, pues hasta la riesgosa poesía social encontró en él un versificador originalísimo, capaz de descubrir y de expresar aquello que se ocultaba a los ojos menos expertos.
(continuará)
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