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Hugo Gutiérrez Vega
EL TEATRO GOLDONI
Hace varios siglos este bazarista era director y actor del Teatro Latinoamericano de Roma. Nuestra sede era la pequeña sala teatral de un enorme y desvencijado palacio romano situado en las inmediaciones de la Piazza Navona. Se llamaba Teatro Goldoni y sus dueños eran una casi evanescente señora inglesa y su hijo, un joven estragado por la indolencia que todo el día tarareaba marchas militares de diferentes países colonialistas.
Integraban el grupo dos actrices argentinas, la bella Elba Fonrouge, que había estudiado en Bucarest y recordaba con nostalgia a su lejano Buenos Aires y a su primer maestro, ese teatrista total que fue Saulo Benavente, y Tany Giser, aficionada al teatro de títeres y dueña de una buena experiencia en materia de expresión corporal; una hermosa morena venezolana que mantenía una “lucha hasta el alba” (Ugo Betti dixit) con un celoso y absurdo marido dominicano; un actor venezolano, Víctor Torres, modelo de disciplina y de espíritu de colaboración; un puertorriqueño que nos pidió permiso para quedarse a dormir en el teatro (antes de unirse a nuestro grupo dormía donde le agarraba la noche y, pensando en la isla que “el gran Gautier llamó la perla de los mares”, luchaba denodadamente contra los fríos romanos) y, por último, este bazarista, que fungía como director y como actor en una de las obras con las que iniciamos nuestra romana andadura teatral.
El Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín (aleluya erótica) y el Retablillo de Don Cristóbal, de Federico García Lorca, fueron las piezas iniciales de nuestra corta vida teatral.
“Ábreme la puerta, amor, que vengo muy mal herido, herido de amor huido, herido, muerto de amor”, decía uno de los Perlimplines (recordarán mis lectores que el personaje se desdoblaba; de esa manera el amor del viejo se rejuvenecía y la muerte era el corolario de este juego de amores, ancianidades de corazón joven y fatales bellezas femeninas). Don Cristóbal, el prepotente títere lorquiano (este bazarista lo encarnaba tratando de recrear los movimientos del títere) cantaba las alabanzas de Doña Rosita: “Tiene dos pechitos como dos naranjitas, un culito como un quesito y una urraquita que le canta y le grita.” El público reía sin descanso y por la ciudad latina soplaban vientos andaluces que venían de Granada. Esos vientos arreciaron y nos llenaron de gozo el día en que nos visitó Rafael Alberti, recién llegado a Roma. Esa noche soplaron vientos gaditanos y Rafael subió al escenario para hablar de Federico y decir el poema de Machado: “Mataron a Federico cuando la luz asomaba.” La España peregrina tuvo un momento de gloria en el pequeño Teatro Goldoni. Ahí estaban Rafael, Federico y don Antonio, tres andaluces universales y los actores que escuchábamos con emoción las palabras de Alberti.
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