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 Marco Antonio Campos Los fusilamientosNo tengas ninguna ilusión que después de herir o matar te perdone el invasor. Serás tirado a cordel, te darán de repaso la tunda que abre todo, y entre la humedad y el frío, en la mazmorra infecta, podrás pensar, entre los ayes de las llagas y el dolor del alma, que hasta dónde y cómo la bandera en alto. ¿De qué sirven honor y furia?, te dirás, sintiendo ácida la boca y con el pensamiento en el hijo que tal vez duerma o llore.  Todavía no raya el amanecer, pero han venido por ti y los compañeros. Ya se avista el perfil de La Moncloa. Mejor morir en descampado para que no vean tu cara de asombro ni tu cuerpo en cruz en el instante previo al fusilamiento, mientras otros, los que esperan, se cubren los ojos o se vuelven para no creer que son ellos.  Podrías llamarte Pedro, Juan, José o Raúl, ser español hasta la ronca, soñar al Manzanares como arroyo o río, y haber puesto en el límite cara de coraje o de serenidad. No importa, vamos. Será lo mismo. Ni Dios sabrá que tú viviste.  
  
    |  Ilustración de Juan Gabriel Puga |  Pero si otra vez tu país es invadido, si vuelve en la misma noche del pájaro el disparo, la presa lista para el tigre, los cuervos en el luto, sin titubeos repite lo que hiciste: como fiera herida, sal a la calle –sea en Madrid o Varsovia, Santiago o México-, y con la camisa aún manchada de comida, deja atrás en tu casa al hijo pequeñito, a la mujer fregona, el gusto bueno por el vino malo, la cebolla que llora por llorar, el solomillo a medias, y con lo que haya a la vista –pistola, daga, lanceta-, encamínate a la plaza, forcejea, lucha, dispara, apuñala al enemigo, para que una vez sepan, por una sola vez, por una sola noche, que defendiste el país, eso, eso que suave, entrañable y mente y corazona, aunque tus restos se pudran bajo tierra y no tengas a un Goya que te pinte.  |