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Otro Bolívar para la nueva república
Harold Alvarado Tenorio
Todavía se cree que la más auténtica iconografía bolivariana son los retratos del natural confeccionados entre 1819 y 1830, año de su muerte, donde el Libertador aparece de pie o medio cuerpo, con una espada, tres condecoraciones y la hebilla con sus iniciales. Autores de esas efigies fueron, entre otros, J. M. Espinosa, P. J. Figueroa, F. D. Roulin, A. Meucci, J. Gil de Castro y P. Tenerani, cuyo bronce aún preside la Plaza de Bolívar. Un Bolívar a imagen y semejanza de los idearios políticos de finales del siglo XIX, un arquetipo del héroe con talante de Julio César o Napoleón, superior a Washington y San Martín, y que sólo la violencia política desatada tras la muerte del negro Jorge Eliecer Gaitán y los temores de la oligarquía que destruyó la historia y la lengua con el Frente Nacional, nos permite ver, hoy, al otro Bolívar de carne y hueso –el casi cierto– que García Márquez dejó para siempre en El general en su laberinto.
A una miniatura en acuarela sobre marfil de José María Espinosa [Bogotá, 1796-1883] debemos la imagen oficial y alegórica del Libertador. Fue este gran pintor colombiano quien más hizo retratos del natural del padre la patria. Tenerani usó esa imagen de brazos cruzados, mirada y desilusión en los labios para la manufactura de la estatua de marras. Dice Espinosa que la hizo antes del atentado de Setiembre de 1828, tras ocho días de visitas y apenas cuatro horas de trabajo a causa de las múltiples ocupaciones del Libertador; marfil del cual hizo una copia que conservó y de la cual hizo otras muchas, una de ellas, de cuerpo entero, que el General Tomás Cipriano de Mosquera recomendó al Congreso, donde está todavía, y por la cual el pueblo de Colombia pagó mil pesos de entonces.
A pesar de que desde 1821 Santander llamará la colonial Plaza Mayor, Plaza de la Constitución, en 1846, tres lustros después de la muerte del Libertador y ya disipado el odio contra el héroe, se inició el culto oficial a su memoria, colocando, en el mismo lugar donde había estado siempre la picota, una efigie hecha en Italia por el orfebre Pietro Tenerani. Desde entonces el pueblo llama el lugar Plaza de Bolívar, a pesar de las reservas y oposiciones de los santanderistas. El 20 de Julio de 1881, bajo la presidencia de Rafael Núñez, el conjunto escultórico fue rodeado con una verja traída de Europa, que protegía un patio inglés y una turba enfurecida destruyó en 1919.
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La estatua, apenas algo mayor de tamaño que el natural, muestra a Bolívar como militar y lleva, sin que sepamos por qué, una medalla de Washington al pecho. Tiene la cabeza descubierta y viste un suntuoso manto, botas altas, de caballería, mientras sostiene una espada en su mano derecha y en la izquierda empuña un papel a medio enrollar. Ni la postura ni el traje, con una capa que es pallio griego, se corresponden con los retratos conocidos y es obra de la imaginería de un necesitado escultor italiano, afecto a los monumentos romanos del imperio, y cuya fama reposa en efigies sagradas de las iglesias de San Juan Letrán y Santa María, y a la cual van, como anillo al dedo, las frases que el Libertador escribiera desde Cuzco, en 1825, al guayaquileño José Joaquín Olmedo para rechazar su falso Canto a Junín, donde pretendía celebrarle: “ Todos los calores de la zona tórrida, todos los fuegos de Junín y Ayacucho, todos los rayos del Padre de Manco Cápac, no han producido jamás una inflamación más intensa en la mente de un mortal. Usted dispara donde no se ha disparado un tiro; usted abraza la tierra con las ascuas del eje y de las ruedas de un carro de Aquiles, que no rodó jamás en Junín; usted se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter; de Córdoba, un Aquiles; de Necochea, un Patroclo y un Ayax; de Miller, un Diomedes; y de Lara, un Ulises. Todos tenemos nuestra sombra divina y heroica, que nos cubre con sus alas de protección como ángeles guardianes. Usted nos hace a su modo poético y fantástico, y, para continuar en el país de la poesía y la ficción de la fábula, usted nos eleva con su deidad mentirosa, como el águila de Júpiter levantó a los cielos a la tortuga para dejarla caer sobre una roca que le rompiese sus miembros rastreros; usted, pues, nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes.”
Como puede deducirse, Bolívar fue otro. Fue pequeño, huesudo y pálido, tenía sangre de negros y facciones de zambo, patillas y bigotes de mulato y en muy raras ocasiones vestía el traje de los militares europeos y menos el napoleónico. Quienes le conocieron (Hippisley, Proctor, Perú de la Croix) le retratan la más de las veces con los largos cabellos atados a una cinta, pañuelos de colores alrededor de su cuello, casacas militares, pantalones azules de paño tosco, botas con espuelas o alpargatas, corbatas negras, chalecos blancos, levitas, con sombreros de paja.
Entonces, si como todo parece indicarlo, una nueva República puede deparar el futuro a los colombianos, es nuestro deber dar a las generaciones venideras una imagen del héroe que se corresponda al menos con ciertas verdades, de su existencia y efigie, que den testimonio del hombre que fue. Porque, quien conozca un poco de la historia del Libertador sabe que no fue sino un sabio empujado a la guerra y el más bello modelo de humanidad que pudo depararnos la crueldad de la especie. Bolívar merece otra imagen, como la que nos ofrece la novela del García Márquez, la de un ser de carne y hueso, como nosotros mismos.
Porque el Bolívar que deseamos para nuestras descendencias debe ser aquel que con estas frases memorables exigió en Angostura, en 1819, la libertad para quienes no la tenían:
“Yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o la revocación de todos mis Estatutos y Decretos; pero yo imploro la confirmación de la Libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República.”
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