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Playmedea
Casi todo el mérito de la versión del dramaturgo y director
David Hevia al mito griego se concentra en lo estilístico; en
su escritura resuenan los ecos de otras voces y se evidencia
un intento por encontrar coincidencias entre los
sucesos de esta época y los de la saga de la hija de Eetes y
Circe. Hevia ha construido un texto poderoso al oído y
evocativo en la enunciación, que no niega el clasicismo al
que se alinea; de hecho, mucho se apega a la tradición y
poco hace por subvertir y/o reelaborar la constelación de
significado derivada del mito, de la figura mítica que lo
encarna y de las probables repercusiones de una resignificación
en el contexto de nuestros días. La historia que
Hevia relata y presenta en el Teatro El Galeón es en esencia
–en su anécdota y en su trasunto fundamental– la misma
de Eurípides y la misma que la historiografía literaria de Occidente
nos ha legado: es el relato de la venganza de una
mujer traicionada por su marido, al que ha entregado no
sólo la expresión desmedida de su amor, sino también la
sangre de su estirpe. Con todas las virtudes literarias anteriormente
descritas, hay que decir que su aportación no es
en rigor una reescritura, sino apenas un apunte, entre
varios hechos a lo largo de la Historia, al relato de la esposa
abandonada por Jasón durante su travesía por Corinto.
Fotos: Roberto Blenda |
Se dice apunte porque la Medea de Hevia –y ulteriormente
de Carolina Politti, la extraordinaria actriz que le
da cuerpo– no hace honor al riesgo que su título pretende
conferirle; la Medea de Hevia no juega, en más de un sentido,
con lo que su figura representa y significa. La complejidad
de su condición de madre, de amante traicionada y de
extranjera en una tierra inhóspita, aparece insinuada y/o
evidente en la maquinaria textual que los actores de Hevia
enuncian; pero el problema mayor radica en el hecho de
que nada de eso sucede en escena, casi nadie exhibe o refleja
o se vincula con la carga de un pasado brutal en el plano
bifronte de la ficción en sí misma y de la tradición precedente,
con lo que el relato escénico de Hevia desmerece la
intención sediciosa de su relato literario. Un signo elocuente
de lo anterior es el espacio, diseñado por Sergio Villegas:
una carpa de jardín en la que se celebrarán las nupcias de
Jasón (Miguel Cooper) y Glauce (Annette Hildebrand), a la
que se nos hace pasar tras escuchar, desde la butaquería,
un prólogo con reminiscencias de Heiner Müller, y que hace
prever una revisión contemporánea que, ya se ha dicho, no
termina sucediendo del todo. Al centro de ella, en una tarima,
transcurre la ficción. Se sabe que transcurre porque así
lo indica la dramaturgia, no porque el elenco la habite y/o
la incorpore. Entonces el espacio, que debe ser por ejemplo la
cabaña de Medea o el campo, o efectivamente el palacio de
Creón (Lech–Hellwig Gorzynski), se limita a ser una tarima
en medio de una carpa, en tanto que casi ninguno de los actores
habita, resemantiza ni genera la imaginería necesaria
para dotar a ese espacio con la profundidad y la complejidad
que la ficción dramática demanda, y que el estilo de
puesta de Hevia pretende conformar.
Así en el espacio como en la actoralidad; Hevia no consigue
que su elenco encarne la tragedia, sino que apenas
la transite o la enuncie sin plena conciencia de lo que realiza.
Politti tiene momentos espléndidos, pero parece
confundir permanentemente la intensidad con el grito,
el dolor con el chillido. Cooper traza un Jasón errático, reducido
casi a un inocente que deja un amor por otro sin malicia
alguna, en detrimento del hombre sediento de poder
que quienes antecedieron a Hevia supieron configurar.
Este extravío es notorio en el resto del elenco, confundido
en su relación con los mecanismos trágicos y por ende en
su desempeño en la escena. Mónica Jiménez desperdicia
la importancia de su personaje, péndulo y pivote de la tragedia,
y entrega a una Nana liviana hasta el desvanecimiento.
El coro (Paola Traczuck, María Goycoolea, Valentina
Martínez) intentan dibujar contornos individuales que se
quedan a mitad de camino. Al final, pareciera que Hevia
entiende que la tragedia es sólo un género literario y no la
confluencia de una serie de referencias dramáticas y escénicas
que generan tonalidades y particularidades actorales
sumamente concretas. Y que escribió su mejor obra y no
encontró, en sí mismo, al director que mejor la verificara en
la escena.
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