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EN EL CARRIL DE RILKE
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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Cartas a un joven dramaturgo,
Marco Antonio de la Parra,
El Milagro/ Conaculta/ La Rana,
México, 2007.
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¿Será inocuo el gazapo que, en la solapa de este volumen de cartas a sí mismo –es decir, a un joven dramaturgo–, compilado por el propio autor, Marco Antonio de la Parra , avisa que el escritor chileno también ha cultivado el “ensa yo”, así, con esa sabia separación que emocionaría a Montaigne? Imposible saberlo, y aunque presumiblemente se trata de eso, de un gazapo, sin quererlo se convierte en guía de lectura: lo que escribió de la Parra a manera de misivas a un joven teatrero –esto es, a su propio pasado y a su tiempo presente– es una colección de textos aforísticos (salvo los dos iniciales) que explora la huidiza naturaleza de eso que llamamos teatro para no dramatizar.
Dado que el teatro como texto escrito es una contradicción en sí mismo, por no decir que una desavenencia o un error, asumir la verbalización de la experiencia teatral, convertirla en epístolas para despistar a un aspirante, y aun formular la propuesta en forma de frases sin frisos, apotegmas paradigmáticos que pretenden ilustrar antes que instruir, aludir antes que definir, decir sin decir –como quería Octavio Paz que hablara la poesía–, significa, en el fondo, poetizar el drama, convertir en lenguaje la acción. Justo al revés de lo que recomienda el autor chileno a (cualquier) joven dramaturgo: “Antes de escribir una sola línea –apunta de la Parra – piensa qué está haciendo el personaje al decir eso. Qué está haciendo, no qué está diciendo. ”
No puede ser de otra manera: la obra camina a contracorriente de la experiencia teatral, que es puro lenguaje encarnado. Pero el libro, tal como lo construye el autor, es la verdadera metáfora de lo que dice: como no se puede hacer teatro con las puras (o impuras) palabras, empeña su esfuerzo verbal, sus imágenes, su condición fonética en la elaboración de una equivalencia, tal como ocurre con las mejores adaptaciones cinematográficas (que eluden traducir a cuadro la novela) o incluso con los más sugerentes videoclips, que renuncian al copy-paste de lo que dice la rola para mejor enredarla en un amasijo autónomo de imágenes que sólo espejea de reojo la letra de la canción. No puede ser de otra manera: los lenguajes artísticos son tan ricos como celosos y mal emulan lo que intentan integrar a su propio territorio: mejor es dejar hablar al viento, como en muy distinto entorno escribió Onetti.
Un carril que Rilke conoció bien fue el de traducir su experiencia literaria en escritura testimonial. Pero no quería dar consejos a nadie. ¿Habrá mayor absurdo que decirle a un joven poeta lo que tiene que hacer a la luz de la práctica ajena, cómo viajar por los rieles de otra circunstancia, por la vía de otra vida? En esa misma tesitura solfea el libro de Marco Antonio de la Parra : sus Cartas a un joven dramaturgo no pretenden leerle la suerte a nadie ni ranurar la lección, la elección de Rilke (hablarle a otro como el mejor pretexto para dialogar consigo mismo y, de esta manera, con eso que por mal nombre llamamos posteridad), sino hacer, en la mejor tradición de Montaigne, un ensa-yo teatral: una puesta en escena verbal que codifica lo mejor de su experiencia dramatúrgica en una prosa dócil al ritmo y la intimidad de la poesía como la mejor excusa para hablarse a sí mismo, es decir, a ese hipócrita sujeto, desalmado y desarmado, que Mallarmé llamó lector.
ANDY WARHOL ORAL
MIGUEL BARBERENA
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Popism. The Warhol Sixties,
Andy Warhol y Pat Hackett,
Editorial Alfabia,
España, 2008.
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Pat Hackett es todo lo que de “amanuense” dice el diccionario de la lengua: “Persona que escribe al dictado”. A ella le tocó en suerte escribir los dictados del pintor Andy Warhol (1928-1987), maestro del arte pop. Según ella misma lo cuenta, en 1968 se presentó en la “Factory” -el galerón multiusos de Warhol y compañía en el Union Square de Nueva York- y simplemente pidió una chambita de medio tiempo para completar sus estudios de literatura. Warhol se la dio de secretaria: Pat contestaba el teléfono, llevaba la agenda, servía el café y otros mil usos, como transcribir las conversaciones de Andy con sus pares y amigos. Estuvo Hackett en la “Factory” hasta 1976, pero acordó con Warhol sostener después entrevistas por teléfono. El artista le contaría por teléfono cada mañana lo que había hecho el día anterior y ella lo anotaría todo: el diario hablado de Andy. Al señor no le gustaba escribir, pero vaya que tenía verbo, le encantaba el chismorreo, que Pat Hackett tecleaba y editaba.
De esta colaboración salieron dos libros; Popism: The Warhol sixties, de coautoría “Andy Warhol y Pat Hackett”, publicado en 1980 y, ya muerto el artista, en 1989, Los Diarios de Andy Warhol, “editados por Pat Hackett”. El primero, el más interesante de los dos, es una memoria en primera persona de los alocados años sesenta, cuando Andy reinaba desde la “Factory” sobre le tout New York. Un libro clásico de warholeana, pero del que hasta ahora, treinta años después, se hace una primera traducción a nuestra lengua (por la joven editorial española Alfabia. Los Diarios de Andy Warhol, que van de 1976 a 1987 y que el artista ya no pudo supervisar, se publicaron por la Editorial Anagrama en 2007.)
En Popism Warhol empieza la historia en 1960, cuando Jasper Johns y Robert Rauschenberg, siguiendo el paso de Marcel Duchamp, rompen con el expresionismo abstracto y anuncian la llegada de Warhol y Roy Lichtenstein. Andy era por entonces un “artista comercial” -léase publicitario-, llegado de Pittsburgh años atrás, lleno de ideas, pero sin pretensiones artísticas. En Nueva York empezó a adherirse a la nueva vanguardia. Así lo dice al principio de esta autobiografía: “Los artistas ‘pop' hacían imágenes que cualquiera que caminara por (la calle) Broadway reconocería en un instante - comics, mesas de picnic, pantalones de hombre, gente famosa, cortinas de baño, refrigeradores, botellas de Coca Cola- todas las cosas modernas que los expresionistas abstractos no querían ver.”
Su encuentro con Emile de Antonio, representante de artistas, fue definitivo: Emile pensaba, como Andy, que el arte comercial podía ser arte serio y viceversa. De Antonio, a quien Warhol llamaba simplemente “De” -o “di” en el inglés original- , lo convenció de empezar a pintar en serio –y en serie. Una tarde, Andy le enseñó a “De” los primeros cuadros que había hecho, entre ellos el de una… botella de Coca-Cola. El amigo quedó impresionado (“es absolutamente hermosa y pura”) y aconsejó a Warhol exponerla cuanto antes.
Warhol cuenta también el shock que le produjo ver, en la galería Leo Castelli, la primera exposición de los comics de Lichtenstein, tan parecidos a los que él mismo hacia en ese momento. Supo entonces que no era el único en la búsqueda del arte “pop” en Nueva York; luego se agregarían Claes Oldenburg, James Rosenquist, Jim Dine y otros de la escuela que en esos primeros tiempos también llamaban “neo dada” o “nuevo realismo”.
Warhol, cuya primera individual fue en 1962, siguió con latas de sopa Campbell's, cajas de detergente Brillo, series de famosos (Marilyn, Liz, Jackie), cinematografía, fotografía - especialmente “polaroid” -, y cuantimás…
Pero muchas fuerzas se le fueron en su frenética vida social, simbolizada por su revista de celebridades, Interview. Popism puede empezarse por el índice onomástico y leerse como el who's who de la alta bohemia neoyorquina en esos años, de Mick Jagger y Gore Vidal a Marisa Berenson y Jackie O. Desde luego, destacan los de la troupe de la “Factory”: Lou Reed y su Velvet Underground, la modelo Viva, el fotógrafo y poeta Gerard Malanga, el actor Joe Dallesandro, la decadente “niña bien” Edie Sedgewick…
La fiesta sesentera chez Andy llegó a su fin de manera abrupta en junio de 1968, cuando la feminista Valerie Solanis, aspirante a cineasta y fundadora de una organización a que ella llamaba SCUM (siglas en inglés de Sociedad para el Exterminio del Macho), atentó a balazos contra el genio del arte “pop”.
Warhol repasa en detalle este episodio dramático en el que estuvo a punto de morir, con el estómago, hígado y pulmones perforados por dos balas calibre .32: “Me llevaron al hospital Columbus (…) De repente, me rodearon montones de médicos, y oía cosas como ‘Olvídalo' y ‘…no hay nada que hacer…', y luego alguien pronunciaba mi nombre: era Mario Amaya, que les decía que yo era rico y famoso.” Una frase que bien podría haber sido el epitafio de Andy Warhol.
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