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Hugo Gutiérrez Vega
EL EDÉN SUBVERTIDO (VII Y ÚLTIMO)
Cuenta Bojorquez que el día de la muerte de López Velarde fue con el presidente Obregón para darle la noticia, hablarle del poeta y recitarle alguno de sus versos. La prodigiosa memoria del general guardó esos versos y se los entregó al admirado rector Vasconcelos. Se ordenó que el entierro se hiciera por cuenta del gobierno y, al día siguiente, se enlutó la tribuna de la Cámara de Diputados. Se trataba del poeta de “Suave Patria”, de aquel que, de acuerdo con las ideas de Eliot, puede definirse como un poeta nacional, es decir, el que comunica una experiencia nueva, interpreta lo ya conocido, expresa algo que todos ya hemos experimentado sin encontrar las palabras para expresarlo, amplía nuestro conocimiento y madura nuestra sensibilidad. El poema conserva su vigencia, celebra lo que hay que celebrar y lamenta los errores y las carencias. Coincide con la vida expresada por su autor en el ensayo que ya hemos recordado, “Novedad de la patria” y nos entrega un territorio redescubierto que es de todos y de cada uno, individual y social. Revive el pasado, canta lo perdido por la colectividad y por cada individuo; en él sollozan las mitologías del imperio caído y el párvulo que todos fuimos sepulta al ave “en una caja de carretes de hilo”: territorio de milagros –la higuera reverdecida del mártir de Japón, San Felipe de Jesús– y de horrores (los veneros diabólicos, las mistificaciones), la patria del poema ganó en cercanía, superó las fanfarrias de los demagogos, las falsías de los políticos corruptos y la babosa y cursi declamación sentimentaloide (ha resistido a declamadores, candidatos a diputados que lo citan a destajo y académicos presuntuosos que lo destazan con sus instrumentos semánticos y filológicos), para convertirse en un constante descubrimiento de lo descubierto, pero oculto por las lagañas patrioteras o los lugares comunes de las lecturas superficiales y privadas de imaginación, tanto para sentir como para interpretar. En fin... la carreta alegórica de paja de todos nuestros diplomas sigue con su trono sujeto a todas las injurias de la intemperie, y el Palacio Nacional sigue teniendo su grandeza y “su estatura de niño y de dedal”. En conclusión, coloquemos sobre el mito grandilocuente “una verdad de pan bendito”, que la patria, háganle lo que le hagan los malos mexicanos, que son muchos y de variados pelajes, siempre florecerá “inaccesible al deshonor”, viviendo al día “como la sota moza” de ese albur que todas las mañanas echamos con nuestro destino.
Ya cerca del fin, desde la capital contemplaba el paraíso perdido arrasado por la contienda revolucionaria: “Mejor será no regresar al pueblo, al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla.” En este poema, el recuerdo estalla y chisporrotean las metáforas evocadoras. En él refulge el estilo y las alabanzas se suceden vertiginosamente. El sueño, la realidad y el deseo se dan la mano para componer la danza del regreso y las palabras giran, dan vueltas enervadas de entusiasmo retrospectivo: “Las golondrinas nuevas, renovando con sus noveles picos alfareros los nidos tempraneros; bajo el ópalo insigne de los atardeceres monacales, el lloro de recientes recentales por la ubérrima ubre prohibida de la vaca rumiante y faraónica que al párvulo intimida; campanario de timbre novedoso, remozados altares, el amor amoroso de las parejas pares; noviazgos de muchachas frescas y humildes como humildes coles, y que la mano dan por el postigo a la luz de dramáticos faroles; alguna señorita que canta en algún piano alguna vieja aria; el gendarme que pita y una íntima tristeza reaccionaria.” Y la evocación duele, se enluta y cuenta a sus muertos sus tapias caídas, sus casas por tierra. Por todo esto, el pueblo seguía vivo, pero sólo en la memoria de su poeta. Ahí se reconstruyó casa por casa, árbol por árbol, muerto por muerto, adquirió una nueva manera de ser en un tiempo y un espacio que están a salvo de las vicisitudes, de las injurias de la historia. Y es que el poeta a veces reordena candorosamente los paisajes físicos y humanos en busca de una armonía mayor. Recordemos a Carlos Pellicer, alumno de López Velarde, colocando “el mar a la izquierda y haciendo más puentes levadizos”, en la “isla de juguetería”, que es Curazao.
El retorno, al cual calificaba de maléfico, se iniciará ya cerca del final: “Cuando me sobrevenga al cansancio del fin me iré, como la grulla del refrán a mi pueblo.” Ya no pudo hacerlo, pero la aldea natal, como la Alejandría de Kavafis, iba siempre con él, era la Ítaca del retorno instalada en los ojos del alma. En ella se formaron los signos iniciales que nunca lo abandonaron. Ahora, a los muchos años de su muerte, me pregunto que es lo que le ha sobrevivido. Decir que la muerte no triunfa es una bobada retórica. Claro que triunfa, por eso nos parece obscena y humillante. Por eso debemos recordar vivos a los seres que amamos, para afirmar la vida y celebrarla a pesar de que siempre fracase. Por eso recordamos a Ramón López Velarde y pensamos en su vida, su muerte y su palabra viva.
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