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Girasol
No hace mucho, mi mujer plantó dieciséis semillas de girasol en el jardín de la casa. La estuve observando mientras removía la tierra y arrancaba la mala hierba. Cuando terminó, vino a mí y me dijo amorosamente: “Ojalá florezcan todas”. Yo, recuerdo, no supe qué contestarle, sólo la abracé y le leí unos párrafos del libro que traía entre manos. Pasaron semanas o meses hasta que un día, al llegar de con los abuelos, vimos con cierta tristeza que de las dieciséis semillas sólo una había dado de sí. Ahí estaba erguida, impotente, solitaria bajo el sol casi perdido de la tarde. Mi mujer se inclinó para acariciarle las hojillas con la yema de los dedos. Esa noche, de hecho, estuvimos hablando con la luz apagada del destino de los seres y las cosas, y luego nos perdimos el uno entre los brazos del otro hasta que empezó la tormenta. Fueron tan turbadores los truenos y tan inmensas las aguas, que tuvimos que traernos a nuestro hijo a nuestra cama. Mi mujer lo arropó contra sí toda la madrugada, hasta que la lluvia cesó y de los truenos no quedó ni un eco. Cuando a la mañana siguiente abrimos la puerta para salir de compras, vimos que el girasol que ni siquiera había florecido por la vez primera estaba de bruces en el césped, partido por la mitad como un hueso. Mi mujer trató inmediatamente de incorporarlo una y otra vez, pero fue inútil. Cuando subimos al automóvil, yo no tuve ganas de decir nada, sólo me fui mirando todo el trayecto a mi hijo por el espejo retrovisor como intentando agradecerle a la vida todo aquello que no me había quitado. |