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Arráncame la oportunidad (II de III)
En virtud de lo expresado aquí hace ocho días, es posible hablar, respecto de Arráncame la vida, de una curiosa forma de desenfoque, no sólo perceptivo por parte del público sino de concepción fílmica; paradoja grande al tratarse, como es habitual en estos casos, de un filme cuya fotografía ha sido ejecutada con un esmero tan notable como digno de causas más elevadas que el mero lucimiento –una vez más– de una producción a estas alturas confesa de grandilocuencia.
Nada recusable sucedería, empero, si los inocultables fastos de una producción que se desea memorable hubiesen sido limitados a ejercer la función que les corresponde, sin importar cuántos ceros tuvo el cheque. No se trata, pues, de satanizar ingenua o automáticamente un flujo de recursos envidiable, por el mero hecho de que se cuenta con ellos, pero en el caso que nos ocupa se verifica a plenitud la rara paradoja de que, a la hora de hacer que al público le llegue lo que realmente importa de una película –es decir un todo, un conjunto de elementos bien integrados y no uno de ellos tan por delante que eclipsa al resto–, el recurso económico ingente realizó tareas no asignadas de obstáculo y descuidó por completo las de facilitador.
Si a todo lo antedicho se suma la fea especie de que Arráncame la vida contó no sólo con los correspondientes permisos, las necesarias anuencias y el beneplácito de las autoridades del estado de la República donde mayoritariamente se filmó, sino que dineros estatales poblanos fueron ejercidos, al desatino fílmico habría que sumar otro de naturaleza política, pues aunque desde luego no quepa imaginar que ése haya sido uno de sus cometidos, la cinta habrá sido enajenada en tanto se le quisiera aprovechar como escaparate turístico o, mucho peor, como detergente –útil o inútil, mucho o poco, no importa– para el lavado de una imagen pública tan deteriorada y despreciable como la que a sí mismo sigue prohibiéndose ocultar el popularmente conocido bajo el mote de góber precioso, desde que se filtró a los medios el contenido nauseabundo de una conversación telefónica entre ese titular de Ejecutivo estatal y un pederasta protegido suyo, cuando hablaron de coscorronear a viejas cabronas y, como agradecimiento de éste a aquél, de enviar y recibir preciosas botellas de cognac.
A diferencia del gobernador de Puebla, quien pese a todo y a todos continúa detentando un cargo para el cual no es digno de ninguna manera, Arráncame la vida no tuvo tan luenga suerte y es seguro que este último domingo de 2008, cuando el improbable lector pase por aquí sus ojos, la cinta ya no estará más en cartelera. Al momento de escribir esto, el segundo largometraje de ficción firmado por Roberto Sneider aún podía ser visto en una sala del conjunto Cinemanía, sitio en el cual la costumbre indica que muchos filmes concluyen su incursión comercial exhibidora, haya sido ésta célebre o semianónima.
No deja de ser paradójico que una superproducción, o mejor dicho su local sucedáneo, de la que el espectador bien puede opinar luego de haberla visto que qué bonita, que me gustó mucho la fotografía, estaban padres los decorados, ¿te fijaste en los vestidos?, de todos modos no haya sido favorecida como con toda seguridad esperaban sus inversores, entre muchos otros interesados. Mil y una veces ha podido comprobarse la eficacia del bonitismo cinematográfico; lo que Arráncame la vida tuvo por mala fortuna venir a comprobar, es que en ocasiones ni eso basta para que una película se sostenga en pie, no sólo comercialmente hablando, que de cualquier modo tal sostenimiento siempre resulta todo un enigma, sino en términos creativos.
En este sentido, al antedicho desenfoque se añade, o de él emana, un desequilibrio inocultable en varios renglones de la realización, que se manifiesta con toda su fuerza en el desempeño histriónico de los protagonistas, a saber y en este orden, Daniel Giménez Cacho, Ana Claudia Talancón y José María de Tavira. Dicho sin ambages, el primero de ellos lo hace muy bien, la segunda hace su mejor esfuerzo y el tercero nomás no la hace.
Pónganse tres ejercicios de actuación tan acusadamente disparejos a confeccionar la ficción de un triángulo amoroso, es decir, una situación dramática que lo mínimo que requiere es ya no digamos igualdad sino al menos paridad de rango –como por lo demás requiere cualquier otra situación dramática que se quiere bien lograda–, y lo que se obtendrá es un desastre de pietaje completo.
(Continuará) |