Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de diciembre de 2008 Num: 721

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MAR INTERIOR

MIGUEL BARBERENA


Mediterráneos,
Rafael Chirbes,
Anagrama,
España, 2008.

El valenciano Rafael Chirbes cumple este año veinte de haberse iniciado como novelista con Mimoun, historia en clave autobiográfica de un maestro de español que viaja a Marruecos, al pueblo de Mimoun precisamente, en las montañas del Atlas marroquí, con el vago propósito de escribir una novela. Su más reciente -y octava- novela, Crematorio, galardonada con el Premio de la Crítica de España, data de 2007, y en ella Chirbes toca un tema que está hoy en boca de todos: la especulación inmobiliaria producto de un capitalismo sin control, aquí en la costa levantina de Benidorm.

Ahora Chirbes (1949) hace un desvío en su carrera narrativa para compilar sus crónicas de viaje, un muy personal “travelogue”, como se pondría hoy. El título del libro casi lo dice todo: Mediterráneos, así en plural, para significar lo evidente: que son muchos los mares entre Algeciras y Estambul. Chirbes lo dice más bonito en su texto introductorio, “Ecos y espejos”, el único inédito de esta colección: “la gramática que ordena la multitud de mediterráneos incluidos en el mismo mar”. Una gramática también variada que empieza por Homero y de ahí parte a Virgilio, Kavafis, Sciacia, Camus, Durrell, Braudel y tantos y tantos otros que han escrito fascinados por este mar luminoso. A Chirbes no le quedó de otra: nació a su orilla, en Valencia, mediterráneo de raíz, como lo cuenta en otras de las crónicas, “Añoranza de alguna parte”: recuerdos infantiles del Mercado Central de Valencia, los olores y colores de la niñez, la abundancia de anguilas y salmonetes, espinacas y nabos, el corazón y vientre del puerto. Empieza el texto como estampa prousteana de la mano de la abuela, termina en lectura de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), otro escritor valenciano, quien mejor ha descrito la tragicomedia del barrio de su mercado central.

Quince años ha viajado Chirbes por los mediterráneos en suerte de corresponsal itinerante para una revista de nombre Sobremesa, donde ha publicado la docena de crónicas de este libro. Practica aquí un periodismo de intensidades, por llamarlo de algún modo: es un viajero que también va en búsqueda de su propio “mar interno”, del progresivo descubrimiento de lo que él llama “capas geológicas de mi propio ser”. Imágenes impresionistas, como la siguiente desde el puente Karaköy en Estambul (“donde el Mediterráneo vuelve a cambiar de nombre. El Bósforo.”): “… ferries que se alejan del muelle de dos en dos, de tres en tres; que se abren -cinco o seis- en abanico y forman dibujos de espuma sobre el agua…”

Va también a Creta, de donde manda postales de “las plantaciones de olivos en las laderas de las colinas, o las manos de los pescadores que reparaban las redes…” Y a la tunecina isla de Djerba, en golfo de Gabes, donde dicen que “Homero puso a vivir a los lotófagos, que comían el fruto del olvido”.

En el itinerario figuran también Alejandría (“ciudad fénix”) y El Cairo (“gran faro en el África musulmana”): Chirbes vivió en Marruecos y conoce bien el otro lado del mar, la costa árabe, donde los hombres escriben de derecha a izquierda.

No todo es idílico en este viejo Mediterráneo, que también puede ser “una sofocante bañera, como un paquidermo lleno de pulgas”. Lo que fue el centro del mundo antiguo “se ha convertido en un mar agonizante que ya no es corazón de casi nada”, como nos lo hace ver Chirbes en la decadente Génova. De Venecia, dice Chirbes, junto con Paul Morand, que “su mejor destino, el más hermoso era el de hundirse.” Y la gloriosa Roma, “ciudad hueca como un hojaldre de muchas láminas”, va regresando al polvo de los sueños que engendró.

Chirbes es de los viajeros que gustan abandonar las rutas más frecuentadas. Descubre los encantos de Lyon, encrucijada de caminos, puerta de y hacia el Mediterráneo, una ciudad por la que todo mundo ha pasado, pero a la que nadie ha ido. Y regresa a Benidorm, en la costa de Alicante, una de esas localidades transformadas por el turismo de masas y la especulación urbanística: es la de más rascacielos por habitante del mundo. “La ciudad es un continuo en el que todo tiene esa tranquilizadora uniformidad sin sobresaltos que las clases populares europeas identifican con una antesala del paraíso”, escribe Chirbes, quien venía de niño a estas playas, cuando Benidorm era otra cosa que pubs ingleses, antros gays, tascas que sirven tapas e invernadero para los cientos de miles de ancianos que atraviesan el continente y recalan en este rincón soleado de lo que es hoy esta parte del mar Mediterráneo.