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Jim Morrison en un graffiti, Rosario, Argentina |
Mis días con
Jim Morrison
Carlos Chimal
Mr. Mojo Risin', Mr. Mojo Risin'
Got to keep on risin'!
“L. A. Woman”,
Jim Morrison y The Doors
Quizá haya oído hablar de los profanadores de tumbas, quienes entre 1998 y 1999 celebraron aquelarres sorpresivos en diversos cementerios, camposantos, necrópolis, sacramentales, nichos y catacumbas de París y sus alrededores. Quizá no, eso no importa, el hecho es que yo fui uno de ellos y esta es parte de mi historia.
En 1613 un carpintero de Amberes fue encontrado hecho cenizas, sin que nada a su alrededor presentara signos de haberse incendiado; en 1744 un joven de Reims fue encontrado por la mañana también reducido a cenizas, excepto la cabeza y los pies; en 1773 se halló en el poblado de Newcastle a una mujer de cincuenta y dos años a un lado de su cama, sobre el piso, en igual estado de incineración. Lo extraño es que nada más parecía haber sido alcanzado por el fuego. “¿Habían sido víctimas de un hechizo?”, me preguntaba yo, sin quitar un ojo de encima a mi cliente, el paisano que se hacía llamar Dj Pierre Chantal.
“Tal vez –seguí pensando–, pero el hecho es que todos parecen haber muerto por combustión espontánea de sus órganos internos.” Un caso similar fue el de un operador de computadoras, en mayo de 1985; Steve tenía veintidós años de edad y caminaba por una calle de Londres cuando, de pronto, se convirtió en una antorcha humana. En 1987, mientras subían por unas escaleras automáticas de un centro comercial de México, una persona vio cómo otra empezaba a emitir flamas por la nariz y la boca, y luego por todo el pecho. Veinticinco minutos después se hallaba carbonizada en el suelo.
Para un androide como yo era un acto sublime enterarme de todos esos casos de combustión humana espontánea, que siempre apreciaré. Si son parte de una leyenda o no, poco me toca juzgar. De lo único que estoy seguro es que la tarde anterior el amigo de mi cliente, Kenji Shinri Aum Kyo (así se hacía llamar si lo fastidiabas), vio cómo depositaban un catafalco en un hoyo del cementerio del este de París, también conocido como del Père Lachaise, y luego lo cubrían con tierra seca. Ahora se nos presentaba la oportunidad a todos los que estábamos allí de ver que el cuerpo soltara las llamitas de la descomposición. El lector tendrá que apreciar esto, pues hoy la gente se hace cremar, al igual que se hacen tatuajes y se perforan la piel, sin pensar en las vicisitudes del fuego. Les importa un bledo la vida de los demás y votan por la ley del mínimo esfuerzo, con un poco de dolor, sí, pero nada del otro mundo.
Esa noche de verano cuatro figuras juveniles y yo nos acercamos por la calle del Reposo a la loma donde se encuentra el mentado cementerio y nos pusimos a esperar junto al muro de la antigua sección israelita. Se trata de uno de los sitios más concurridos de París pues ahí están enterrados muchos famosos, entre ellos Jim Morrison, el cantante de los Doors. Para Dj Pierre los minutos transcurrían como lápidas sobre su espalda, y no solamente porque hacía un calor de los mil demonios. Álfico y donoso, sin poder resistir el silencio de los demás, se vio impulsado a hablar.
–De aquel lado están Gay-Lussac, Gurdjieff, Chopin... ¿les gusta Edith Piaff? Yo la mezclo con mis pistas de industrial y house... Y Morrison, ¿dónde está su tumba?…
Lo miraron con el mismo gesto de intolerancia, como diciendo: “Sí, ya te escuchamos… y apestas.” En cambio para mí todo encajaba de una manera brutal. Debo decir que el viernes 28 de junio de 1969, Morrison, también conocido como el doctor Mojo Rasin', se presentó con su versión de las Puertas de la Percepción en un centro nocturno de la (a)venida Insurgentes, como se le decía en esa época a la vía más larga de Ciudad de México.
Los Doors fueron víctimas del surrealismo hecho en este país, encarnado por una burocracia bonachona y cínica que redujo un gran concierto masivo, fraternal y todas esas jaladas, en un show para juniors, los nerds de 1969. Del mal, el menor, pues al presidente en turno le había salido un hijo chueco que le gustaba el rock. Así que mientras la raza (más uno que otro iniciado y precoz adorador del rock de vanguardia) se quedaban mirando afuera el enorme retrato de Morrison que habían pintado sobre una pared del centro nocturno que daba a un terreno baldío, adentro estaba yo, a los catorce años de edad, invitado por el hijo de un secretario de Estado, junto a su novia, la heredera de la panadería más grande de la ciudad, y mi propia morrita, una maja de Brueghel que tocaba la guitarra como Atenea en sus momentos de ensueño. Lo había comprobado varias veces, la más extraña en una ex cárcel modelo del barrio sureño de Tizapán, en San Ángel, dirigida por un ex jesuita que creía en la redención de los que no habían caído tan bajo. No había, pues, en esa cárcel asesinos ni esas alimañas, sólo gente que podía salir a trabajar en oficios limpios y regresar a pernoctar. Allí organizamos un concierto de rock en el que las mejores bandas del momento no pudieron prender a la raza como mi morra y sus rolas a lo John b . Sebastian, el líder los legendarios Lovin' Spoonful.
De esa manera me topé con Jim por primera vez en mi vida. Recuerdo que estábamos los cuatro, de pipa y guante, esperando a que los Doors aparecieran en escena, cuando me di cuenta de que no me había bajado las valencianas de mis vaqueros para estar “de largo”, pues todo el suceso era un eufemismo que se esgrimía con intención de evadir la verdadera elegancia, la del último romántico de la historia. Entonces el baterista Densmore hizo que nuestros corazones volcaran y la banda emitió su sonido amenazante y melancólico. Abrumados por el chorro de energía luminosa, acústica, de pronto apareció él.
–Aquí está su papá, el cabrón de Zapara –gritó.
Yo creo que quiso decir Zapata. El Rey Lagarto continuó:
–Soy la encarnación de Fidelo Castro, you know?...
Y entonces se arrancó cantando “ Five to One .” Yo me eché a reír, porque las apuestas en mi vida siempre han sido así, cinco a uno en mi contra. Lo que no sabía entonces era que mi suerte estaría sellada por la insospechada manera como la inmortalidad de Mojo Raisin' y mi propia vida llegarían a trenzarse. Por esa y otras razones tenía sentido para mí haber estado esa noche estival de fines del siglo xx en el cementerio del este de París, treinta años después de aquella tocada de fancy rock. Era una noche industriosa cuando me topé con los rulos rojizos del muchacho hablantín, quien era hijo de mi cliente. Como guardaespaldas, yo también podía adivinar cosas, por ejemplo, que habíamos sido embestidos por un soñador de media tijera, que el tal doctor Mojo Raisin', cuyos restos no se hallaban tan lejos, de algo tenía que vivir, ¿sabe?, igual que yo después de haber roto con los émulos de los Doors, viajando de Hamburgo a Barcelona a Milán a Madrid a Londres… Y todo por habernos colado a los camerinos de los Doors luego del concierto, gracias al hijo del presidente, amigo de mi cuate de la prepa.
Graffiti en la tumba de Morrison
Foto: Aleyda Aguirre Rodríguez
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Cuando Morrison me miró, se puso pálido. Éramos como hermanos gemelos, él un poco más pelirrojo (y panzón) que yo. Luego hicimos un viaje por el bosque de Chapultepec, las pirámides de Teotihuacan y la casa de mi amigo de la prepa, donde Morrison encontró el camino de la salamandra en el jardín pedregoso e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin', un revoltijo de letras con su nombre porque quería hacerse el gracioso con la hermana menor de mi amigo. Así que los que quedaron de los Doors me contrataron como el doble de Jim para rolar y explotar el trademark.
Y ahora estaba yo ahí, treinta años después, muy cerca de su tumba, viviendo mi propia obra de teatro, marcado por la sombra de Morrison. Desde aquella noche en México Jim creyó que podía transmutarse en un mocoso trece años más joven que él. Pero se le peló. Tampoco fue protagonista de un acto de combustión interna ni se convirtió en el primer bonzo de Anáhuac. Y ese karma me ha perseguido, pues mientras yo le contaba chistes de sardos y abuelitas coquetas, de mujeres caprichosas y solitarias, llegamos a la cima de la pirámide del sol, donde me confesó su ambición por orar en el desierto. Yo me burlé de él, del “pajarito que sabe rezar”. Entonces Jim me encargó que continuara así, cagándome en su fama. Era un poeta simbolista y romántico, por lo que entendí por qué y cómo se fue desinflando esa noche y las otras, durante su primera experiencia con la “mecánica nacional”. Luego vendría la segunda y última, el año siguiente, de la que no vale la pena acordarse.
Mis memorias volvieron a esfumarse cuando finalmente, al entrar la madrugada, se acercaron por la calle del Reposo Policarpia, a quienes todos conocíamos como Poli, y la Isa , Isabelle, una tipa de lo más impenetrable que uno pueda imaginar. Caminamos con parsimonia hasta detenernos frente al muro del cementerio. Entonces mi cliente comenzó a canturrear: “not to touch the earth, not to see the sun, nothing left to do but run, let's run…”
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