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Hugo Gutiérrez Vega
LA VIENA ETERNA
Esta semana leí por tercera vez el excelente libro de Chema Pérez Gay sobre la atmósfera espiritual y la vida literaria del perdido imperio austrahúngaro. Se trata, sin duda, de uno de los textos fundamentales sobre la Viena de los últimos momentos de grandeza imperial y de los primeros momentos de la decadencia y caída. Un amigo vienés, Johan Mezzaros, me comentaba hace poco que el libro de Chema está en su buró permanentemente, y que lo consulta y goza con frecuencia.
Marco Antonio Campos es otro vienés de tiempo completo. Conoce la ciudad de cabo a rabo y la ha sufrido y gozado de todas las maneras posibles. Ha hecho suyos algunos ilustres cafés, y ama a los poetas que cantaron y definieron líricamente a la capital de la cultura europea finisecular (pido perdón a la ciudad luz por situarla en segundo lugar). La lista de los egregios vieneses de esos tiempos incluye a Freud, Einstein, Wittgenstein, Mahler, Strauss, Kokoschka, Klimt, Krauss, Roth, Von Hofmannsthal, Heimito von Doderer, Canetti, Schnitzler, Musil, Broch y más y más. Chema y Marco Antonio conocen esos mundos y, mientras el primero nos entrega la imagen completa del imperio de las muchas razas y las muchas lenguas, el segundo ha realizado traducciones inolvidables y escrito crónicas sobre la vida en la ciudad capital del imperio que zozobró entre el estruendo y la furia de la “gran guerra”.
Chema analiza a fondo la obra de varios escritores de esa época luminosa. Leyendo su libro pensé en el criado moribundo que cumple hasta el final sus deberes protocolarios, y en su fidelidad sin fisuras a sus decadentes y aristocráticos amos en La Marcha, de Radetzky; reviví, además, las aventuras de los jugadores compulsivos de las novelas de Schnitzler y pensé en su Teniente Gustl y en la ronda de parejas refugiadas en los salones privados de las fondas de lujo, o bailando valses interminables en los parques visitados por la siempre puntual primavera vienesa.
El libro de Chema me regresó al escenario del viejo teatro Arcos Caracol (rentado por la UNAM), y a la puesta en escena de Los exaltados, de Musil. Juan García Ponce fue maestro guía principal en la ardua empresa de recrear a los personajes musilianos que, poco a poco, se iban desdibujando en escena, y que, en medio de su exaltación, comprendían que eran los miembros de una clase a punto de desaparecer. Gurrola dirigió, con su tradicional mezcla de genialidad y de caos mental, la hermosa saga de la exaltación. Fiona Alexander construyó una escenografía art déco que incluía un vitral con figuras geométricas que compró en una ruinosa mansión de la colonia Roma, y el elenco reunía a un grupo de actores de todos colores, sabores y métodos de actuación: Martín Lasalle, Gurrola, Carmina Martínez, Tina French, Alejandro Aura y el que esto escribe y que en la obra representó a la odiosa respetabilidad burguesa que luchaba contra la decadencia de los “grandes valores”.
Un buen día me dieron ganas de ir a Viena (por esos años vivía en Roma). Pedí prestado un dinerillo y emprendí mi casi religiosa peregrinación a la ciudad de Joseph Roth (el pobre se vio obligado a dejarla y a pasar sus últimos días en el París de los santos bebedores). Revivo una cena en un restaurante húngaro y me regocija pensar en la sopa de gulash, el Esterhazi rostelios y las perfectas palachintas de queso dulce. Un robusto vino tinto, el Egri Bikaver acompañó los platos fuertes y un delicado Tokay agregó refinamiento a las perfectas palachintas. A mi lado descansaba el enorme libro de Karl Krauss sobre el fin del hombre y de la civilización. Ahora, a muchos años de distancia, en medio de la pavorosa caída del modelo neoliberal y su correspondiente crisis, y rodeados de la violencia, la falta de probidad, la tontería gubernamental y la voracidad empresarial, pensamos que el libro de Krauss anunció todas estas calamidades, así como el último monólogo de Zeno en la novela de Svevo atisbó la llegada de la guerra nuclear y el fin de los tiempos.
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