Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Henning Mankell: de la saga al sentido
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ
Desayuno en Los Pinos
MARCO ANTONIO CAMPOS
Dos poetas
Retorno al mar natal
RICARDO VENEGAS entrevista con JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Darwin y El viaje de la Beagle
RICARDO BADA
Buda y la caja de chocolates
ROBERTO GARZA ITURBIDE
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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Corporal
MANUEL STEPHENS
El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ
Cabezalcubo
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Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO
Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA
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Felipe Garrido
Cerritos
A Rubén le gustaba Cerritos, eso que ni qué, dice la viuda y agita las manos nacaradas. Decía que solamente allí podía escribir. Así que nos fuimos. No le importó dejar todo lo que acá tenía: trabajo, amigos, influencias. En Cerritos éramos forasteros. No le hacían caso. Sabían quién era, pero no lo estimaban. Vámonos de aquí, yo le decía al principio, pero él ensillaba el caballo y se iba por la sierra. Yo me encerraba a esperarlo. Regresaba tostado, sudoroso, la mirada intensa. Algo comíamos. Me leía las hojas que traía. La viuda me clava la mirada de piloncillo y enseguida la aparta, pensativa; vuelta hacia sus recuerdos se atraganta. Esos versos fueron los únicos hijos que tuvimos. Los escribió a mi lado, me los leía antes que a nadie. Luego se me quedaba viendo. Ya no hablaba. Jugaba con el fuete y yo lo obedecía. Una mecha alumbraba su cuerpo desnudo y yo me abandonaba. Entonces también yo quería estar en Cerritos, en ningún otro lugar. |