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Buda y la caja de chocolates
Roberto Garza Iturbide
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Durante un breve período de mi vida le rendí culto al disco Buddha and the Chocolate Box (1974), de Cat Stevens, hoy llamado Yusuf Islam. Si la memoria no me falla, ese vinilo me lo regaló mi hermana mayor cuando cumplí once años, en enero de 1983. “Esto es buena música –me dijo– no como las porquerías de Iron Maiden y Black Sabbath que escuchas.”
Más que mala leche, a eso se le llama dar dulce con palo. Mi hermana, que no toleraba el rock pesado, me obsequió aquel álbum con la intención de diversificar mis gustos musicales. Recibí el disco de muy buena gana, con beso y abrazo de por medio, pero la verdad no lo escuché hasta seis meses después.
¿Por qué lo mandé tanto tiempo a la congeladora? No lo recuerdo con exactitud, pero tengo mis teorías. Sin duda tuvo mucho que ver el comentario sangrón de mi hermana: “Esto es buena música.” “Ah sí –pensé–, pues ahora no lo escucho.” Los niños suelen tener ese tipo de reacciones caprichosas cuando se les pretende imponer algo.
Lo que sí recuerdo bien es que, desde el día que me lo dieron, pasé largos ratos con él en las manos. Me explico: Buddha and the Chocolate Box tiene una portada espantosa, que muestra un Buda color oro sobre un fondo azul oscuro y bajo el título del álbum escrito con enormes letras doradas. Sin embargo, en la contraportada hay una secuencia de dibujos, realizada por el propio Cat Stevens, que me intrigaba sobremanera.
La tira consta de diez viñetas y cuenta la siguiente historia: un monje budista anda en el campo cuando de pronto ve una araña con una flauta entre las patas. En los siguientes cuadros, el monje, tentado por la araña, se imagina una caja de chocolates. En primer plano se observan unas manos que sacan una pieza y le quitan la envoltura. El monje, dibujado en close up , hace cara de asombro/desconcierto al ver que el chocolate tiene la forma de Buda. En el último cuadro se aleja de la araña y continúa su camino.
¿Por qué el monje se saca tanto de onda al ver al Buda de chocolate?, me preguntaba. ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso es como si un cura se imagina una cruz de chocolate? Mejor que la ostia, ¿no?
Recuerdo que leía las letras de las canciones buscando una respuesta, pero nada. Lo curioso es que casi todos los días de aquellos seis meses me hice las mismas preguntas. Y por puro capricho me negaba a colocarlo en el tocadiscos; lo miraba, lo tenía en las manos, pero no lo oía.
Esa conducta, originada por una rabieta infantil, con el paso de los días se convirtió en obsesión. Me obstiné de tal manera con el disco, que estaba seguro de que el día que dejara caer la aguja en el vinilo se resolvería el misterio del monje y el Buda de chocolate.
Así me pasé la mitad del año hasta que una tarde de julio por fin decidí escucharlo. Por algún motivo intuí que era el momento indicado y, sin pensarlo dos veces, saqué el vinilo de su funda, lo puse en el giradiscos y me tendí boca arriba en el sofá de la sala con la mirada clavada en la tira de dibujos, esperando la revelación.
Nunca había prestado tanta atención a un disco. Escuché las nueve piezas con detenimiento, concentrado en la voz, los instrumentos, los arreglos, el ritmo, las letras, en todo. Pero no hallaba nada que me explicara la cara de asombro del monje. Me clavé en la última canción del lado a , titulada “Jesus”, que oí por lo menos unas diez veces, y lo único que descubrí fue una analogía entre Jesús y Buda, que en nada se relacionaba con el asombro del monje.
Aunque viviera más de un siglo nunca podré olvidar la frustración que experimenté ese día. La música me había gustado, de hecho me encantó, pero mis expectativas eran demasiado grandes, tan grandes como mi obsesión. Me sentí tan desilusionado que a los pocos días lo intercambié por un disco antagónico, el Blizzard of Ozz, de Ozzy Osbourne, en un bazar sabatino.
El misterio del monje budista, sin embargo, no se fue con el disco, sino que permaneció escondido en algún lugar de mi mente durante más de veinticinco años. Ahí estaba, oculto pero latente. Y digo “permaneció”, en pasado, porque hace poco sucedió una alegre coincidencia que me llevó a resolver el enigma del monje y el Buda de chocolate.
Los discos de vinilo son de los objetos que más aprecio en la vida. Me gusta el formato y la calidez de su sonido. Escucharlos, lo digo con franqueza, es para mí un ritual; y comprarlos, cazarlos, un hábito que tengo desde niño.
Hace unas semanas, al salir de la estación Juárez del Metro, me topé de frente con la horrible portada de Buddha and the Chocolate Box. Un vendedor ambulante de vinilos usados lo había colocado en la parte superior de su puesto. “¿Puedo?”, pregunté mientras tomaba el disco y le daba la vuelta. El vendedor se sonrió al ver mi cara de felicidad. Ahí estaba el monje, con las cejas levantadas y sus ojos bien abiertos ante el Buda de chocolate. Sin pensarlo dos veces, lo compré al módico precio de veinte pesos.
Esa noche le platiqué la historia a mi hija de once años y después escuchamos el disco.
–¿Te gustó?, –le pregunté.
–Sí, está padre.
–¿Por qué crees que el monje tiene esa cara de asombro?
–No sé, pero vamos a averiguarlo.
Mi hija prendió la computadora y al cabo de unos minutos me llamó: “Papá, papá, ya lo encontré, está en su página.”
Efectivamente, en el sitio oficial de Yusuf Islam (catstevens.com) hay un pasaje en el que el músico explica el asunto del Buda de chocolate.
Resulta que en febrero de 1974 el álbum ya había sido grabado, pero Cat Stevens aún no tenía nombre ni imagen para la portada. Por esas fechas, durante un viaje en avión, Stevens reflexionó sobre los dos objetos que tenía en las manos. Con una sostenía una caja de chocolates y con la otra un pequeño Buda que le habían regalado. Según el texto de referencia, el músico se enfrentó al dilema de su vida: de un lado lo material y del otro lo espiritual ¿Qué camino debía seguir?
El Buda de chocolate es la síntesis del dilema, mas no el camino que siguió Cat Stevens. Como el monje de su historieta, Stevens renunció a lo material para entregarse al misticismo religioso. En 1977 dejó el negocio de la música, se volvió musulmán, adoptó el nombre de Yusuf Islam y desde entonces se dedica a defender causas sociales y humanitarias.
La viñeta del monje y el Buda de chocolate –que tanto llamó mi atención de niño– es un autorretrato de Cat Stevens desconcertado ante las tentaciones del materialismo, justo cuando había alcanzado el éxito y la fama internacional, y poco antes de que se entregara por completo al islamismo.
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