El merolico
Juan Antonio Isla Estrada
Junto con su amigo y ayudante, un sonriente y cínico descendiente de italianos, el merolico le dio dos vueltas al mundo vendiendo su pócima (un jarabe oscuro y dulzón que según la perorata del parlanchín era capaz de quitar un dolor de muelas, estimular a los deprimidos, aparecer a los desaparecidos, enderezar los labios a los "cuchos" y hacer caminar a los tullidos) hasta el día en que se le ocurrió que también servía para imaginar la democracia.
El día que llegó al pueblo, llamó la atención de inmediato por su disfraz, sus botas de charol, sus grandes mostachos, pero especialmente por el discurso en el que hilvanaba frases rotundas para persuadir sobre las bondades de su producto.
La gente se maravilló al principio. El hablantín usaba una gran cantidad de frases chistosas, pobladas de alimañas rastreras, para deshonrar a sus posibles competidores. En su diatriba acompañaba a las palabras con el movimiento incesante de unas manazas enormes, y en sus ojos bailaban las pupilas como saliéndose de su órbita. Mientras tanto, una ardilla amaestrada recogía los óbolos de los incautos hipnotizados por la labia contumaz.
El público llenaba las plazas atraído por los remedios que pregonaba el parlanchín. Su fama creció en toda la comarca, y la expectación que producía su visita era comparable con la del circo de grandes carpas que cada tres años de manera puntual embelesaba al pueblo con elásticos contorsionistas, domadores, extrañas bestias, payasos e ilusionistas.
Eso fue al principio. Luego el charlatán fue desencantando a su audiencia. El elixir que ofrecía empezó a perder las virtudes que ponderaba y sus pacientes se quejaron de no experimentar curación alguna con el falso estimulante. Pero aquél no cesaba de perorar. Y había quienes, habiendo sido víctimas del fraudulento brebaje, aún confiaban en el entusiasta lenguaraz.
Pero llegó el día en que las alocuciones del embustero se llenaron de absurdos e incoherencias. A su paso no solamente dejaban de aliviarse los incautos, sino se levantaban enormes polvaredas con los pleitos que causaba su presencia. Entre la confusión, nadie supo si el hablador abandonó a su ayudante o su ayudante decidió dejarlo sólo en aquella aventura errática. Así llegó el momento en que el merolico quedó solo en aquel palacio que construyó con la misteriosa poción que terminó en fraude. Dice la leyenda que los habitantes de la comarca, enfurecidos con el fallido histrión, pidieron a sus dioses que condenaran al deslenguado a seguir hablando
hablando
hablando hasta el final de los tiempos.
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